Música y vinos heroicos en el río Sil
Xoel López, Ele o Cassete Pirata endulzan el cuarto Ribeira Sacra Festival lucense, a meses de que la zona pueda ser designada Patrimonio de la Humanidad
“En esta comarca se conjugan el vino, la tierra y el arte. Cada vez que saboreamos un ribeira sacra estamos bebiendo un paisaje y respondiéndonos a la pregunta de quiénes somos y por qué heredamos estas tierras”. La solemnidad corre a cargo de Cristina Murga, una enóloga enamorada (evidentemente) de su trabajo en este pequeño epicentro fluvial del paraíso. Pero el discurso enfático no se hermana aquí con el moderno postureo, sino con una atávica pasión. La de ese “pulso a la gravedad” que se dirime cada vez que un recolector arranca un racimo de uvas en estos viñedos escarpadísimos por las lad...
“En esta comarca se conjugan el vino, la tierra y el arte. Cada vez que saboreamos un ribeira sacra estamos bebiendo un paisaje y respondiéndonos a la pregunta de quiénes somos y por qué heredamos estas tierras”. La solemnidad corre a cargo de Cristina Murga, una enóloga enamorada (evidentemente) de su trabajo en este pequeño epicentro fluvial del paraíso. Pero el discurso enfático no se hermana aquí con el moderno postureo, sino con una atávica pasión. La de ese “pulso a la gravedad” que se dirime cada vez que un recolector arranca un racimo de uvas en estos viñedos escarpadísimos por las laderas del río Sil, unos bancales con 17 grados de inclinación media en ese cañón que el mítico rey celta Breogán horadó para dejar grabada en los mapas la separación entre las provincias de Lugo y Ourense.
Han dado en llamarlo “viticultura heroica”, por aquello de acentuar la épica de una producción que desafía a las leyes de la gravedad y compite con otras ilustres regiones vinícolas de montaña, del Priorat a la Lombardía. Y algo de heroicidad ha habido en la celebración este fin de semana, de la cuarta edición del 17º Ribeira Sacra Festival, una xuntanza musical incardinada en un entorno paisajístico de ensueño y esa manera de vivir que la naturaleza y la idiosincrasia se han encargado de hacer parsimoniosa. Porque no puede ser casualidad que en estas laderas, además de 4,7 millones anuales de kilos de uva (el 95%, mencía), los siglos hayan asentado 18 monasterios y una lista interminable de pequeñas ermitas románicas.
El Ribeira Sacra era una incógnita hasta hace poco más de un mes, y estos días acabó materializándose —superviviente en la debacle de los festivales gallegos— en un formato más tímido y recoleto. Tres escenarios (o, mejor dicho, enclaves) y 350 abonos disponibles, frente a los más de 3.000 espectadores que en 2019 disfrutaron de medio centenar de actividades en nueve emplazamientos distintos en dos fines de semana de julio.
“Ha supuesto un reto”, se sincera Carlos Montilla, director del certamen y responsable del tetris organizativo en el que la pandemia ha obligado a redoblar ingenio, precauciones y efectivos. Con apenas la décima parte de su aforo habitual, el Ribeira Sacra ha tenido que desplegar a casi 70 trabajadores, un 40% más de lo habitual. Entre ellos, una “patrulla Covid”, encargada de ofrecer gel hidroalcohólico a cada rato, vigilar distancias y mascarillas e incluso desinfectar los aseos después de cada uso. Todo por salvar un evento decisivo para una región que en 2021 anhela ser declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco. “Necesitábamos esta inyección de socialización y turismo sostenible”, abunda Montilla, “y más en un momento en que parecen complicarse las cosas y sobrevuela la incertidumbre de si tendremos que volver en otoño a confinarnos”.
El alivio que proporciona la música en directo, y más tras unos meses de dieta severísima, era palpable entre los artistas. “No pienso cansarme de agradecer lo que significa este festival. Nuestro último concierto había sido el 25 de enero, así que nadie se imagina las ganas que teníamos de llegar aquí”, reiteraba Elena Iturrieta, Ele a efectos artísticos, cabeza de cartel en la noche del viernes al frente de una banda de 11 efectivos. La cantante y pianista madrileña y el espléndido quinteto de pop psicodélico portugués Cassete Pirata sirvieron para inaugurar la sede principal, enclavada en las opulentas bodegas Regina Viarum.
En la explanada superior se encuentra el puesto de avituallamiento del chef Álvaro Villasante, nacido hace 41 años en el pueblito lucense de Palas de Rei y responsable desde 2006 de Paprica, uno de esos restaurantes que prolongan el pedigrí de Lugo como una de las grandes mecas peninsulares de la mesa y el mantel. “Esto no es un food truck, un concepto que ya se ha quedado de capa caída”, recalca con verbo nervioso, sin quitarle ojo a un operativo de ocho empleados dispuestos a que ningún estómago se quede desabastecido. Hay hasta nueve platos en su oferta gastronómica, “sencilla de elaboración y compleja de logística”, y con alguna huella de las enseñanzas heredadas de su madre y de la abuela Rosa.
Oferta gastronómica
Más del 80% de las comandas se concentran en sus irresistibles hamburguesas, elaboradas con carne de producción local. “Es difícil encontrar alguien a quien no le guste la rubia gallega, un tomate de huerta y el queso de San Simón. De más joven me volvía loco con espumas y técnicas. Ahora apuesto por más sencillez, mejores productos y menos Ferran Adrià…”.
Las más de 400 hamburguesas despachadas por noche explican la existencia de no pocos reincidentes. Nada como la proteína de país para combatir el hambre y el fresco ribereño bajo la tenaz vigilancia de una luna casi llena, después de jornadas con picos de calor nada galaico: 35 grados. El sábado, con el primer relente, era el turno de Os Amigos dos Músicos, un maravilloso quinteto orensano de folk-pop en gallego que tiene algo de Teenage Fanclub con grelos (y trazas puntuales de Wilco o Jerry García): sencillez cándida y muy documentada, armonías trémulas y hasta cuatro cantantes distintos. Los honores del cierre correspondieron al coruñés Xoel López, ídolo peninsular y no digamos ya regional, sorprendido por la organización con unos fuegos de artificiales como fin de fiesta.
Andaba tan emocionado López con su regreso a los confines noroccidentales que en el estreno de Joana, la canción que difundió en plena pandemia, se embelesó, arrolló un pie de micro y acabó la interpretación aguantándose la risa a duras penas. “¡Penalti y expulsión!”, exclamó alguien del público. “Yo soy del Dépor, así que no me habléis de penaltis ni de fútbol”, refutó él, por aquello de prolongar la retranca. Lo de salvar el pellejo de los blanquiazules sí que es otra misión heroica para este verano endemoniado.
Bandas sonoras para asomarse a los cañones
El taxista que nos traslada desde Monforte de Lemos hasta el mirador de Santiorxo presume de ser “monfortino de pura cepa”, pero se pasa de largo la desviación y ha de recurrir al comodín del navegador para acertar con el camino correcto. No ubicar un paraje así sería un pecado en cualquier otra circunstancia, pero los miradores proliferan en ambas orillas: cualquier estampa junto al cañón del Sil resulta propicia para fundirse la memoria de la cámara. Santiorxo es el confín escogido por el 17º Ribeira Sacra para las bandas emergentes, un apartado que le corresponde abrir bajo un sol impiadoso a la compostelana Elba Souto, ELBA en los buscadores digitales. Es veinteañera y de estética vagamente gótica, pero se afilia a un pop electrónico de melancolía ochentera. Cuando se lo permite la tecnología, eso sí. “Con el ordenador, los ordenadores se vuelven tontos y no nos van”, se excusaba tras una rebelión de las máquinas. Un peligro que le es ajeno a Ángel Sánchez, el muchacho de voz aguda, rasposa y plañidera al frente de Best Boy, un sexteto de rock americano alternativo proveniente de Tui (Pontevedra) y autor de un gran tema, 'The World Is Collapsing', sin vocación premonitoria. “Lo escribí cuando lo del volcán islandés aquel. Entonces pensábamos que era lo más grave que nos podía suceder. Y mira…”, se sonríe con un deje de amargura. Muchos metros más abajo, surcando las aguas del Sil a bordo de un catamarán, la víspera había deparado un “concierto sorpresa” para apenas dos docenas de asistentes que le correspondió a María Yfeu, sevillana de 22 años afincada en Madrid y con una voz extraordinaria para el soul. Recuerda que la primera vez que lloró “por alguien a quien no conocía” fue la tarde que murió Amy Winehouse. Y no es extraño. Habría hecho lo mismo con Billie Holiday. Y se hartó de llorar con Aute, al que idolatraba y del que a veces canta 'El viento, el tiempo'. No es de las más conocidas. “Pero es que yo me las conozco todas”, admite.