1994 forever: Zedillo y el año de los demonios
El priista podría pasar a la historia como el mandatario que supo resistir y ceder según la ocasión. Eso alcanzó para que el país no se le fuera de las manos luego del desastre económico
Justo al arrancar el año en que se cumplen tres décadas del inicio de su caótico sexenio, Ernesto Zedillo está de moda. Como muchas historias se cuentan desde el final, la de este exmandatario hoy es añorada como lo menos malo que pudo haber pasado. O como lo peor, según se vea.
A quien gobernara México de 1994 a 2000, algunos le han colocado una aureola democrática. Lejos de la santidad, otros lo consideran ...
Justo al arrancar el año en que se cumplen tres décadas del inicio de su caótico sexenio, Ernesto Zedillo está de moda. Como muchas historias se cuentan desde el final, la de este exmandatario hoy es añorada como lo menos malo que pudo haber pasado. O como lo peor, según se vea.
A quien gobernara México de 1994 a 2000, algunos le han colocado una aureola democrática. Lejos de la santidad, otros lo consideran diablo mayor del esquema privatizador y entreguista, indolente e irredento técnico del poder político al servicio de los potentados. Quote and quote.
Su verdadera dimensión administrativa no puede, desde luego, ser evaluada con mínima justicia si se le extrae del contexto en que ocurrió ese gobierno, si se le beatifica porque “aceptó” la derrota del PRI, o si solo se pondera el crecimiento récord de la economía el último año.
Zedillo es, en el mejor de los sentidos, el mejor producto de un modelo gradualista y rígido. El médico ortodoxo que nunca se aparta de las recetas convencionales, que resiste toda innovación, que rara vez destacará por soluciones fuera de la caja, por romper el manual.
Fue, según el suspiro de algunos, mucho menos malo de lo que se temía dada la forma en que nació su candidatura —de una tragedia mayor y a falta de otras (“mejores”) alternativas— y visto el arranque catastrófico de su gestión en términos económicos.
El chico aplicado, no sin resabios por tanto bulleo en un gabinete de genios ensoberbecidos, dio el paso al frente para tomar la ensangrentada candidatura del PRI, y con el apoyo de todo el sistema, y de un electorado sacudido por el asesinato de Luis Donaldo Colosio, ganó holgadamente.
El triunfo de Zedillo y el PRI en agosto de 1994 no conjuraron la crisis política de un sistema podrido por la corrupción y refractario a las demandas de apertura de la ciudadanía. A pocas semanas de la elección, al PRI le asesinaron, en pleno centro de la capital, a su secretario general.
Los demonios que se soltaron aquel año amenazaban con incendiar al país. El presidente electo, fiel al credo priista de que cuando no se tiene legitimidad todo es cosa de salir a adquirirla, dio al PAN la Procuraduría General de la República en un intento por ganar credibilidad ante los magnicidios de 1994.
El experimento falló espectacular y trágicamente, pero esa decisión revela parte de lo que fue el zedillismo. Llevó las negociaciones con Acción Nacional a niveles nunca vistos y mostró que este mandatario no hacía ascos en polémicas medidas que propios y extraños le reprocharían.
Zedillo podría pasar a la historia como el mandatario que supo resistir y ceder según la ocasión. Eso alcanzó para que el país no se le fuera de las manos luego del desastre económico del error de diciembre, pero los costos fueron altísimos para la población, y no solo en términos de deudas económicas.
La tónica del sexenio que marcó el fin de la primera época del PRI fue tratar de retener control y poder con en el viejo libreto tricolor a mano. Cedían estrictamente lo necesario y solo como último recurso. Y para muestra está el botón del intento cuasigolpista contra el legislativo en 1997.
Esa gente que cree que Zedillo abrazó la democracia porque no impidió que Vicente Fox ganara la elección, o que se terciara en el pecho la banda presidencial habiéndola éste ganado, olvida que ese mismo presidente, tras perder las legislativas intermedias intentó retener el control de San Lázaro.
No es que fuera antidemócrata, es que era un priista —aunque estos le reclamen que no los hizo ganar en 2000— que robaleaba según las aguas del momento. Y en las presidenciales de hace 24 años el viento decía que la demanda ciudadana de cambio era mayor que el miedo al PRI. Y él lo aprovechó.
Ese final le ganaría aplausos porque no sacó tanquetas ni intentó un quinazo; así que tras un periodo donde enfrentó a su poderoso antecesor, y con el barco libre de tormentas financieras, Zedillo graduóse con los honores del modelo que cuando los pobres piden más contestaba “no traigo cash”.
Y si hoy se habla de Zedillo no es porque haya venido a dar una charla privada a un banco, ni porque el presidente López Obrador le haya dedicado un par de mañaneras. Incluso no es porque el mandatario que ni vive ni se pasea en México le haya contestado a Andrés Manuel.
Hablamos de Zedillo porque lo que vive el país como nunca es una discusión sobre el modelo que México ha de abrazar. Y nadie más a mano que Zedillo para contrapuntear lo que pretende López Obrador, políticos de la misma generación mas representantes de dos corrientes enfrentadas.
AMLO supo de la pertinencia de las negociaciones para salvar el sistema bancario que en tiempos de Zedillo se emprendió. El tabasqueño, víctima de los fraudes electorales de Roberto Madrazo, quien retó al entonces presidente, sacó desde siempre ventaja del polémico rescate.
Un cuarto de siglo después tenemos a los mismos protagonistas pero en diferente rol. Desde Palacio Nacional AMLO intenta, en el último tramo de su presidencia, derrotar de una vez por todas las tesis de las que Zedillo, a quien se le puede etiquetar hoy de voz opositora, es quintaesencia.
Como si no fuera un hecho que cuando no tiene pretexto Andrés Manuel se lo inventa, le ha venido como anillo al dedo la sonora presencia en México de Ernesto Zedillo, un personaje que habla poco y publica menos.
Fiel a esa tradición, el expresidente no ha emprendido una defensa del canon neoliberal en una ronda de entrevistas o mesas mediáticas. Ha dicho en privado lo que piensa, no muy acaloradamente que digamos, y ha vuelto al mutismo. Pero lo ha dicho en un momento crucial.
En cosa de una semana, López Obrador lanzará un gran paquete (no podemos decir que el final de su gobierno, ja) de reformas que significa, antes que nada y sobre todo, un gran mentís a una de las grandes modificaciones de tiempos de Zedillo.
El ajuste al sistema de pensiones de Andrés Manuel lleva esa dedicatoria: romper el mito de que el Estado solo debe poner las reglas, vigilar (así lo haga a medias) su cumplimiento, y hacerse a un lado de lo que pase con los trabajadores, incluso si al final estos se retirarán con mendrugos salariales.
El jaloneo previsible es uno que le gustaría a Zedillo de ser éste dado a los debates.
Uno y otro bando pelearán por adueñarse del término “responsable”: quienes piensan como el expresidente consideran riesgoso e irresponsable lo que en cuanto a las pensiones ha dejado entrever AMLO; los partidarios de éste, por supuesto, creen que los irresponsables son los del ancien régime.
Zedillo cree estar más allá del bien y del mal. Agusto con las decisiones que en su momento definieron su presidencia. Cómodo en el silencio casi total que ha asumido sobre su sexenio y las tragedias de éste. Pero su nombre será pronunciado y no será en vano por quienes buscan un México distinto.
López Obrador es dueño del momento y muy pocas de sus iniciativas enfrentan verdadera resistencia popular. En parte porque sabe que la “responsabilidad” de otros gobiernos descansó en la espalda de la población. Y mientras más jodido, más costo de esa responsabilidad te caía.
Dedicada a los pobres que pagaron los costos de las “responsables” medidas del pasado, y con la legitimidad de que no pocos de los autores del desastre que hicieron necesarias esas medidas disfrutaron de impunidad, AMLO idea un esquema de gobierno menos plural y federalista. Y más populista.
El proyecto de nación ha dado una vuelta de 180 grados en cosa de tres décadas. Zedillo afinó el modelo que luego sexenios panistas y el último del PRI, terminaron por destartalar con impericia y corruptelas. López Obrador está a punto de consolidar el desmantelamiento de esa estructura.
De este choque de modelos, donde aquel presidente apostó por un gradualismo tecnocrático y éste por un retorno del estatismo sin contrapesos, hay una coincidencia que da para otra reflexión.
Con AMLO y con EZP, sin embargo, la pobreza, marginación y falta de justicia en Chiapas para los más pobres, por ejemplo, es cuando menos idéntica: desdeñada por ambos presidentes la población padece la ley de la selva. Ahí es 1994 forever.