La eternidad es amarilla

Rodrigo García Barcha publica ‘Gabo y Mercedes: una despedida’ para que conste toda esa vaina que no merece amnesia

Horas antes de que le llegara La Mala Hora, un ave entró volando por la casa y se estrelló contra una ventana sin saber que era Jueves Santo. Horas después de que llegó la Hora exacta, el hijo mayor retrató un arco iris que se tatuó sobre la silla donde se sentaba su padre y pocas horas después, el hijo menor tomó la llamada que desde Colombia avisaba que había empezado a llover en Aracataca… luego de quién sabe cuánto tiempo de secas. Al día siguiente, tembló la Ciudad de México.

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Horas antes de que le llegara La Mala Hora, un ave entró volando por la casa y se estrelló contra una ventana sin saber que era Jueves Santo. Horas después de que llegó la Hora exacta, el hijo mayor retrató un arco iris que se tatuó sobre la silla donde se sentaba su padre y pocas horas después, el hijo menor tomó la llamada que desde Colombia avisaba que había empezado a llover en Aracataca… luego de quién sabe cuánto tiempo de secas. Al día siguiente, tembló la Ciudad de México.

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Gabriel José de la Concordia García Márquez murió el 17 de abril de 2014 en su casa de Fuego de la Ciudad de México y Mercedes Barcha Pardo, su compañera desde la infancia, lo siguió —quizá desde la misma cama en la misma casa de Fuego—seis años y cuatro meses después. Ambos se conocieron de niños y vivieron para verse conjugar una de las más lindas etimologías de la palabra Amor, que es como rosa amarilla de la buena suerte y parvada de pájaros que otro Jueves Santo allá en Macondo se estrellan contra los muros y las mallas de las ventanas el mero día en que muere Úrsula Iguarán o como la soledad acumulada que se multiplica desde la primera línea que es mirada entre dos que deciden ser uno para que así pasen los siglos y permanezcan intactos cada uno de los instantes que fue hilándoles el tiempo.

Rodrigo García Barcha, el hijo mayor de ambos publica hoy Gabo y Mercedes: una despedida para que conste toda esa vaina que no merece amnesia, toda la magia inexplicable que enhebra los hilos de un azar compartido no solo entre sus padres, sino de él mismo con su hermano Gonzalo, que pospuso su cumpleaños de aquel Jueves Santo para empezar a mimetizarse y físicamente clonarse con la imagen de Gabito el reportero jovenzuelo con un cigarrillo al filo de la boquilla en Barranquilla acariciando las teclas de una máquina de escribir como si fuera un piano y eso que conjugan entre los cuatro desde hace más de medio siglo de soledad a cuatro manos lo han transpirado con sus esposas, las nueras y las nietas bellas como la bella Gaba y los nietos, artistas en cada párpado semicerrado a seis cuerdas o tinta ocre. Toda una hermosa familia que ahora en voz del mayor comparte con la infinita estela de lectores el amoroso cuento de nunca acabar, ése que se escribe cuando una mujer sencilla, férrea y roble se encarga de cronometrar el movimiento de cada estrella y cada sobremesa para que el hombre que sueña desde niño escriba absorto con la mirada perdida en un párrafo invisible por llegar las mejores historias jamás contadas.

Fue Rodrigo quien tomó la fotografía de la portada de la edición en español de este breve libro invaluable: allí están la Gaba con una bata de amanecer irrepetible (que repitieron en el mismo lugar para fotografiarse tal cual tres décadas después) y el Gabo con zapatos blancos de bailarin Caribe, ambos sonriendo una llamada desde Estocolmo el día que le anunciaron su Premio Nobel de Literatura y tenía razón la poeta María Luisa Elío cuando vaticinó desde años antes que cuando Gabito publicase esa maravillosa locura “el mundo jamás volvería a ser el mismo” y eso consta en la foto tomada por Rodrigo, que por algo es cineasta.

Director de cine, el hijo del hijo del telegrafista de Aracataca, que escribe en inglés una memoria de despedida para sus padres que dedica a su hermano; Rodrigo, el hombre que poco a poco ha conquistado las pantallas con las que soñaba Gabo no solo como guionista y que decidió florecer con su familia en otro idioma, el más alejado de la lengua multifacética y policromada de su padre para que hoy lo leamos en inglés de elegante prosa traducido a un español que inevitablemente conmueve con lágrimas la lánguida tonada de una despedida que es homenaje y testimonio.

Jamás olvidaré la estoica serenidad con la que llegó Rodrigo de la funeraria para informarle a su madre que Gabito había quedado guapísimo, envuelto en una sábana con encajes, con un ramo de rosas amarillas sobre el pecho y los caireles peinados al vuelo como un patricio romano. Dijo que le habían arreglado el bigote y que parecía dormido… y en el espejo de su hijo mayor, la Gaba ya había organizado la partitura de una locura que conmocionó al mundo entero, la llamada de Obama por uno de los teléfonos, mientras por otra línea se conectaba Fidel Castro y por la puerta entraban presidentes de México y luego del terremoto del día siguiente empezó la gente, los miles de lectores a formarse en fila hasta rodear la Alameda Central de la Ciudad de México para convertir al Palacio de Bellas Artes en el sagrado templo de un vallenato armonizando con música de Bartok y Mozart y filas interminables de lectores deudos y deudores, agradecidos con el hombre que escribía para que lo quisieran sus amigos.

Rodrigo ha dejado un pañuelo en tinta donde se agita el último beso que le debemos a Mercedes Barcha, la que llevó del brazo la cordura y serenidad de un torbellino alucinante desde que viajó con Gabo a la Argentina para recibir los primeros ejemplares de Cien años de soledad y empezó esa global costumbre de que no le cobraran los taxistas y se pusiera en pie el público de los teatros para aplaudirle a ambos. La mujer Caribe que tenía corresponsales instantáneos en todo el planeta para comentar con ella los chismes de la farándula, los restos del Boom y el Big Bang, las noticias del imperio y el hilo de todas las ínsulas baratarias; la abuela maravilla que encandilaba a las nietas con sus cuentos y la que amaba sin aspavientos ni exagerados cuchicheos, la fumadora empedernida capaz de convertir en humo la adulación que a menudo quería aplastarle los pasos a Gabo y la única capaz de esfumar con una sonrisa callada todas las envidias y rencores, las cuentas pendientes y la hojarasca que se levanta con el ventarrón.

¿A dónde van las golondrinas? Se supone que se despiden cuando pardean las tardes y luego, sin aviso, parece que vuelven todos los días de todos los años, las mismas alas e incluso, esas aves que confunden la ventana con el cielo o el espejo con la eternidad, ¿no será que son metáfora? ¿No sucede así para que se repita el beso que parecía imposible o el diálogo sin fin de los amores contrariados? ¿Es lo mismo que pasa con las voluntades inquebrantables y la pesadísima soledad de los poderosos abandonados a su suerte de desgracia cíclica? Creo que esos vuelos de pájaros despistados son del mismo misterio que azuza a los viejos callados sin correspondencia ni timbres y a la selva maravillosa donde se oxidó la armadura de un soñador de cuyo nombre no quiero acordarme, allí tan cerca del río donde las piedras inmensas parecen huevos de dinosaurio… y todo eso es lo que rodea la despedida para los Gabos, porque se cumplirán más tarde que temprano los primeros cien años de su supuesta ausencia y nos iremos esfumando los que tuvimos el milagro de quererlos en persona y conocerlos más allá de la tinta, pero nunca mejor dicha la prometida verdad de que mientras los evoquemos en su literatura compartida y en los maravillosos frutos de su prole, el arte grande de Gonzalo, Rodrigo y sus familias… aquí no se llorará porque aquí no se va nadie.

Con elegancia envidiable y una madurez de entereza, Rodrigo García nunca ha fardado su parentesco para luchar por sus guiones y cuajar sus largometrajes o su valiosa labor en series que son ahora lo que mejor vuela en tiempos de pantallas confinadas y con todo lo que ha aprendido como fotógrafo de cinematógrafo, ha cuajado aquí un libro que nos permite acompañar a dos hermanos ante el horizonte enigmático de un instante que parecía fugaz: el parpadeo de segundos que ambos niños escucharon desde el asiento trasero de un auto, cuando el Gabo al volante dijo en voz alta la primera línea de una novela inmortal que habría de cambiarles la vida y las penurias, y de paso el mundo entero. Rodrigo agita un pañuelo de seda amarilla en el aire, como portada de El amor en los tiempos del cólera en las manos del próximo joven lector que ha de viajar ya para siempre imantado a la inmensa literatura que destilaba no solo Gabito, sino la propia Mercedes, con su contradanza festiva, su dueto de silencios y paisajes, su prole generosa y su memoria compartida. Aquí está volando la sabana blanca sin encajes que la Gaba colgó en la sala de una casita en San Ángel para que los niños no molestaran al genio que se encerró descalzo durante dieciocho meses a cuajar una novela… y cuando llegó el adelanto del pago de la editorial, fue Rodrigo el que le abre la puerta el gerente del banco que se había puesto de acuerdo con el Gabo para llevar en maleta el adelanto de regalías en billetes crujientes y sonantes como para dejar hipnotizado a sus hijos, al hijo menos que se vistió de frac en Suecia para acompañar a su madre y aplaudirle a su padre el Premio de todos los Premios y al hijo mayor que ahora escribe con tinta de alma la despedida que merecen sus amorosos padres y que atrevidamente asumimos todos, lectores todos, como aplaudo y agradecimiento por tantísimos párrafos y páginas, en pantalla y papel, que le debemos a las almas buenas que sonríen con la mirada y que se preocupan de veras por los demás, prójimos y próximos… esos que en realidad no se van nunca.

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