La búsqueda de justicia de Juan Carlos Ramírez Michaca, detenido arbitrariamente y torturado hace 20 años
En febrero de 2005, Michaca, de 19 años, fue imputado por el homicidio de dos jóvenes en Ecatepec, en el Estado de México. Condenado a 70 años de prisión, su familia y abogadas buscan la amnistía ante las irregularidades en su proceso
Juan Carlos Ramírez Michaca tiene 39 años y ya ha pasado por los penales de Chiconautla, el de Nezahualcóyotl y el de Chalco; los tres en el Estado de México. Y, finalmente, desde 2021, en el Centro Federal de Readaptación Social 13 (Cefereso), en el Estado de Oaxaca, a más de 600 kilómetros de donde vive su esposa Alejandra y sus dos hijos. Tras ser condenado a 70 años de cárcel y haber concluido ya 20 en estas cárceles y de atravesar una detención arbitraria, ser torturado por policías judiciales para que se declarara culpable, y de defender siempre su inocencia, Michaca, su familia, sus abogadas y un grupo de amigos piden desesperadamente su amnistía, aquella promesa de Andrés Manuel López Obrador que apuntaba a la salida de prisión de personas “encarceladas de manera injusta” y cuyas defensas y procesos no fueron llevados de forma adecuada.
Juan Carlos Michaca no estuvo en la escena del crimen, ni cometió los asesinatos de los jóvenes aquel 2005 y tampoco supo hasta mucho después las razones por las que la policía se ensañó con él para hacerlo culpable y condenarlo. Lo que sí tienen claro él y su familia, son todas las irregularidades que, desde el momento de su detención, y hasta su traslado a la cárcel federal en Oaxaca, han tenido que afrontar como una largo e interminable lastre.
Michaca Ramírez era un estudiante de bachillerato aplicado y ordenado, cuya familia había migrado en la década de los noventa al Estado de México desde Oaxaca. Los Michaca, dueños de varios talleres de radiadores, fueron llegando de a poco y se establecieron en esa región del centro del país. Juan Carlos tenía muy claro que heredaría el negocio de su padre, y se preparaba arduamente para que, una vez al frente, diversificara el negocio y aportara con su preparación otros productos. Desde hace cuatro años tenía una relación sentimental con Alejandra Estrada García, de 17 años, a la que le contaba todos sus planes y quien ahora es una de las principales defensoras y conocedoras de su caso.
La detención
La madrugada del 20 de febrero de 2005, policías judiciales del Estado de México entraron al taller del padre de Juan Carlos, en Ecatepec, en donde él y una de sus tías junto con sus hijos dormían. Tras saquear la casa, llevarse joyas, dinero, varios objetos y dos camionetas, se lo llevaron a él también y a sus dos primos, Noé y Diego, este último menor de edad.
Las abogadas de Juan Carlos, Areceli Olivos y Roberta Cortés, aseguran que el momento en el que le preguntan cuál es su nombre, es clave: “ya te chingaste”, respondieron los judiciales. “En ese momento ellos no sabían nada, ni por qué se habían metido a la casa o por qué cuando dijo su nombre los policías le dijeron eso. Se los llevaron a los tres. Y ya en el camino al Ministerio Público es cuando empezaron entender qué pasaba. Cuando llegan, los golpean, los desnudan, a Juan Carlos lo meten a un tambo de agua hasta que pierde el conocimiento, y le están preguntando todo el tiempo por dos personas”, dice Olivos.
Los policías buscaban a un hombre que testigos del homicidio de los tres jóvenes habían señalado: un Juan Carlos Michaca. Los Michaca, dueños de talleres de radiadores, se habían expandido por la zona. Juan Carlos no era el único con ese nombre y con ese apellido, tampoco el único que tenía un taller de ese tipo. Sin embargo, aunque con el paso de los días, las versiones de testigos se contradecían e incluso, uno de ellos se retractó cuando tuvo cara a cara a Juan Carlos —y tras negar que lo conociera o que fuera él a quien vio disparar el arma—, el proceso siguió su curso.
Los Michaca fue el nombre de una banda que los policías inventaron en ese momento para tratar de que la detención y la presencia de Juan Carlos encajara en el rompecabezas, señalan familiares y abogadas. Tal banda nunca existió y el verdadero autor de los asesinatos jamás apareció. Alejandra recuerda cuando un hombre del Ministerio Público que llevaba el caso le pidió que se diera por vencida: “Dentro de todo este proceso, diferentes autoridades han hecho que todo esto siga, no solo el juez o el magistrado. Han sido un cúmulo de personas con cargos que nos piden dinero, que nos tratan mal, que vivimos abusos por parte de ellos. Que se me hace increíble que el Ministerio Público a cargo de su caso supiera que él no era el culpable y no le importara, que tuviera esa desfachatez de decirme ‘déjalo porque eres muy joven y él se la va a pasar toda su vida en la cárcel’ y yo decirle y quién es usted para decirme eso, ‘soy el ministerio público a cargo de su caso y ni trayendo el verdadero culpable va a salir“, recuerda.
El policía Felipe Carmona
Alejandra no quiere decirlo de forma brusca, y siente cierta culpa de comentarlo en voz alta, pero narra que un día, en su casa, prendió la tele en 2016 y vio la noticia del asesinato del policía Felipe Carmona. Era el hombre que comandó la detención de su esposo, el que le dijo “ya te chingaste” al escuchar su nombre. El que, años más tarde, se encontró en la cárcel dos veces cuando fue acusado de extorsión, pero que salió casi de inmediato. El que durante años amenazó con gritos o a la distancia desde afuera de la cárcel a Juan Carlos para que ya no dijera más sobre su caso.
Además, ahora lo saben, era el que había amenazado constantemente a su familia, y presuntamente, el responsable de que un día, mientras la familia de Juan Carlos lo visitaba en la cárcel, balancearan el taller donde había sido detenido y donde habitualmente estaban sus padres. “Yo entiendo que se oye muy feo y a veces no lo decimos, pero un día vi en la televisión a Felipe Carmona. Estaba él y un organigrama de cómo estaba funcionando su organización. Que formaba parte de un grupo delictivo. Fue una impresión muy grande en la familia. No nos gusta decirlo, pero para nosotros fue un respiro, como un descanso”, recuerda avergonzada Alejandra.
Los medios locales reportaban en 2016 que Felipe Carmona Dávila, de 48 años de edad, se había desempeñado como comandante en el Estado de México, y apuntaban detalles de su muerte: “Fue asesinado frente a su domicilio, en la Unidad Habitacional Guerrero, Iztapalapa. Abordó su camioneta para ir al gimnasio y sujetos desconocidos le dispararon en al menos 28 ocasiones; el excomandante había sido detenido en 2006 y 2014 por el delito de extorsión”. Las abogadas de Michaca apuntan a que estas actividades las desempeñaba ya cuando se dio la detención de Juan Carlos.
La búsqueda de la amnistía
En la casa de Alejandra, en el Estado de México, cuelgan sobre las paredes cuadros grandes de madera maciza con dibujos y relieves coloridos que Juan Carlos le ha regalado en todos estos años de reclusión. En una de sus vitrinas también resaltan varias figuras de papel cuidadosamente construidas que él ha elaborado desde que entró a la cárcel federal en Oaxaca. Es la única actividad que le permiten tener en ese centro, a diferencia de los otros penales estatales, donde incluso podía generar dinero vendiendo comida que él preparaba o esos objetos que aprendió a construir para dárselos a su familia.
El 26 de abril de 2021, Alejandra recibió una llamada de un compañero de Juan Carlos avisando del traslado de su esposo. Era la primera vez que ella se enteraba del cambio de penal. Antes, en las tres cárceles del Estado de México supo que su marido había cambiado de lugar, apenas llegaba a la visita semanal y no lo encontraba más. Cuando decidió investigar qué había ocurrido, Alejandra encontró tachones e información incorrecta en su expediente. Entre las razones de su traslado, figuraban castigos o acciones que habían sucedido, años atrás, en los otros penales. Cuando Alejandra cotejó esa información con algunos de los familiares de otros presos, confirmó que el de su esposo no era el único: “Era exactamente lo mismo de Juan Carlos. Y hasta raro, porque yo me di cuenta en el de Juan Carlos que en uno tenía corrector, se veía manchoneado donde decía su nombre y en el de ellas [las familiares] está igual de manchoneado como que la hoja tenía corrector y luego sobreescrito un nombre. Los de ellas tenían el mismo manchón, la misma raya, todo igual, decían exactamente lo mismo”, asegura.
En la casa, sus dos hijos, Ángel Tadeo y Carlos, se mueven diligentes y tranquilos por las habitaciones. Son obedientes y cariñosos con su madre. Los dos tienen un parecido innegable con Juan Carlos, y una bondad en el trato difícil de disimular. Antes, cuando le daban más que una llamada de 10 minutos a la semana para hablar con su familia, Juan Carlos les leía cuentos antes de dormir, o hacía la tarea por videollamadas con ellos. Ahora, tan lejos y sin mucho tiempo disponible, la comunicación se ha vuelto complicada.
En una de esas llamadas, hace ya varios años, Tadeo le preguntó a su papá que si le compraba un acordeón si salía bien en las calificaciones. Él se lo prometió. Desde entonces, Tadeo toca ese instrumento con dedicación. Hace unos años los tres, Alejandra, su hermano menor y él, fueron al concierto de Los Tigres del Norte, en el Auditorio Nacional. Los niños les escribieron una carta para que les ayudaran a pedir justicia por su padre en la cárcel. El encuentro fue grabado y el grupo le pidió a Tadeo que avanzara en escribirle una canción a su padre. Tadeo lo hizo: Justicia para mi padre es la canción que Tadeo, de 14 años, ha escrito sobre la historia de Juan Carlos, “un resumen preciso del caso”, según las abogadas.
Han pasado ya 20 años, y tanto las abogadas como la familia de Juan Carlos, ven en la amnistía la única posibilidad para que Juan Carlos logre salir de prisión y comience a vivir aquello que una cadena de injusticias truncaron en 2005. “Ojalá le dieran la oportunidad de recuperar algo de su vida. Solo que se estudie lo que ya hay, que alguien le preste atención a lo que está en su expediente”, dice Alejandra, con una esperanza en los ojos que se resiste a apagar.