Una tarde de trabajo con Beatriz, repartidora en Ciudad de México: “No queremos ser subordinados”
El Congreso aprueba la reforma de Sheinbaum para regular los derechos laborales de los repartidores de aplicaciones y el gremio lo considera “una victoria”
El amor a veces necesita intermediarios. El primer pedido de la tarde es un test de embarazo que Beatriz Adriana Luciano recoge en un supermercado de Polanco. No debe de ser la primera vez que le toca repartir algo así. “A veces les da pena”, se ríe. Monta en su moto, culebrea entre el tráfico de la hora punta de Ciudad de México y en cinco minutos ha llegado a su destino, una calle de la Anáhuac a espaldas del privilegiado barrio. Una mujer ya está esperando la entrega en la puerta. “Perdona, venía así”, se disculpa Luciano, porque la cajita morada que trae la prueba no está envuelta. “No te preocupes”, responde. No se sabrá si de ese viaje nacerá una alegría o un disgusto, porque la aplicación no da tregua y alerta de una nueva misión algo menos estimulante: desandar el camino de vuelta a Polanco a por hamburguesas. El trabajo no se detiene por los problemas de los mortales.
Así pasa sus días Luciano, encaramada a su Platina Bajaj roja, esquivando los baches y los agresivos coches de la capital mientras lleva productos, casi siempre comida, del punto A al punto B. Hasta ahora, el suyo era un trabajo de riesgo: muchas horas, sin seguridad social —fundamental en un empleo tan propenso a accidentes—, sin contrato, aguinaldo, vacaciones ni el derecho a pertenecer a un sindicato, entre otras prestaciones laborales básicas. La Cámara de Diputados aprobó este martes por unanimidad, sin votos en contra ni abstenciones, una propuesta de ley promovida por la presidenta mexicana, Claudia Sheinbaum, para otorgar a los 658.000 repartidores del país todas esas cosas tan necesarias que se les había negado. Y este jueves, el Senado ratificó la decisión, bajo el argumento de que las plataformas digitales como Uber, DiDi o Rappi ya no podrán aprovecharse del vacío legal para explotar a sus trabajadores.
Luciano es madre soltera de tres hijos menores de edad, tiene 36 años y poco tiempo que perder. Por eso lo que más le gusta de repartir es la flexibilidad, emplear las horas que quiere, cuando quiere; decidir cuánto cobrar —dentro, claro, de los parámetros de las aplicaciones— y cuándo descansar. “Yo soy mi jefa, decido a qué horas conectarme y desconectarme, y basándome en eso administro mi sueldo. Dispongo de mi tiempo para hacer mis actividades en casa, con mis hijos, personales...”. El día que menos, trabaja seis horas. El que más, 11 o 12. Su historia forma parte de un patrón en el gremio, que infló sus filas durante la pandemia. Antes de 2020 era jefa de cocina en una popular cadena de comida mexicana, pero el coronavirus la mandó a la calle. Un amigo le dijo que en el reparto a domicilio había mucho movimiento. “Tenía que buscar el sustento de mi familia, y empecé a repartir”.
Empezó desde lo más abajo que era posible: como no tenía vehículo, caminaba para entregar los pedidos. Ganaba menos, claro, porque es imposible hacer el mismo número de viajes que sobre ruedas. Lo más difícil fue aprender a usar la aplicación, “de ahí afuera no le encuentro un pero a trabajar de repartidora”. Después dio el salto a la bici. Luego vino una motoneta. Este julio, tras cuatro años de trabajo, pudo comprar su Platina Bajaj, que ahora aparca frente a la hamburguesería en Polanco. Este será un viaje bien aprovechado: la cadena de comida rápida le dará dos pedidos distintos. La primera parada es en una casa particular. La siguiente, para un oficinista de un concesionario sobre la calzada México-Tacuba al que le ha entrado hambre entre horas.
Negociaciones y sorpresas
Se ha hecho de noche sobre la ciudad, pero el tráfico no afloja. Ella avanza por Tacuba regateando coches que a veces se quejan con desagradables pitidos. Lo que a Luciano menos le gusta es lo mal que se conduce en la capital, que hace que cada día se arriesgue a los accidentes. “Como ciudadanos nos falta mucha cultura para manejar”. Tampoco le encanta el trato que “las personas que tienen el poder” —los policías, los agentes de tránsito— les dan a los repartidores: “Nos hostigan mucho”. O que en las plazas comerciales de los barrios más adinerados la miren por encima del hombro cuando llega con su moto y con la gran mochila cuadrada y naranja radiactivo en la que carga los pedidos. “Es mi herramienta de trabajo”, protesta.
Luciano forma parte de Repartidores Unidos de México (RUM), una plataforma que agrupa colectivos de repartidores de todo el país. A falta de un sindicato, hasta ahora han sido los responsables de pelear por sus derechos. Nació a mediados de este año, al calor de la reforma de Sheinbaum, pero la semilla estaba puesta desde tiempo atrás, explica Ricardo Martínez (27 años), su vocero. Martínez es de Puebla, pero en 2016 se mudó a la capital para estudiar Política en la universidad. Empezó a repartir en sus ratos libres para costearse la carrera y, aunque ahora tiene un trabajo en su campo, sigue subiéndose a la bici de vez en cuando para rellenar los huecos del salario.
“Estuvimos discutiendo esta reforma desde la Administración anterior”, la del presidente Andrés Manuel López Obrador, predecesor y mentor de Sheinbaum, cuenta Martínez. En 2022, se reunieron con la Secretaría del Trabajo, entonces dirigida por Luisa María Alcalde, hoy dirigente de Morena, el partido de Sheinbaum y Obrador. Aquello no llegó a nada y se olvidó en un cajón. Hasta este año, cuando en el punto 59 de sus promesas de campaña, Sheinbaum mencionó: “Seguridad social obligatoria para trabajadores de apps”. Fue una sorpresa para todos.
La moto de Luciano se detiene frente a una pizzería que huele a grasa y chorizo sobrecocinado, todavía en la calzada Tacuba. Carga dos pizzas en la mochila y conduce hacia el norte. Para en una cafetería y recoge más comida en un envase de plástico. Las dos nuevas direcciones de entrega están en Azcapotzalco, una colonia popular. Las calles se estrechan, los edificios encogen. Más allá, prefiere no aventurarse por seguridad. En el gremio, a los barrios peligrosos los llaman zonas rojas y, a partir de esta frontera, para ella la cosa se pone, por lo menos, colorada. Ser asaltada es uno de los mayores riesgos del trabajo. “Los mismos clientes a veces hacen pedidos falsos y te quieren robar, ya cuando tienes la experiencia te das cuenta: si [la dirección] es en un terreno baldío o un edificio abandonado, o te toca un pedido en efectivo de 800 pesos en la noche en un callejón. Las mujeres muchas veces también tenemos acoso y discriminación. Gracias a Dios a mí nunca me ha tocado que me asalten. Entre nosotros nos cuidamos”.
Una victoria laboral
Después de que Sheinbaum anunciara sus intenciones con los repartidores, el Gobierno no se comunicó con ellos. “Desgraciadamente, en un principio no hubo diálogo”, lamenta Martínez. Hasta que un día de octubre los convocaron a una reunión en la Secretaría del Trabajo. Fue un encuentro meramente informativo. Alejandro Salafranca, director de la Unidad de Trabajo Digno, les enseñó una presentación en Power Point. Era la que iba a mostrarle al país al día siguiente Sheinbaum en su Mañanera. En RUM se revolvieron porque las medidas no eran suficientes y exigieron reuniones con la Secretaría. Lo consiguieron. “La negociación dio un vuelco a partir de ahí porque comenzaron a escuchar las propuestas, nos convocaron a reuniones consecuentes e incluyeron cinco de las seis propuestas que pusimos en la mesa”, celebra el vocero.
Luciano fue una de las repartidoras que acudió a las reuniones. Su gran miedo, explicaba este miércoles, un día antes de que el Senado aprobara la medida, era perder la flexibilidad que tanto aprecia. Era una inquietud compartida por el resto de sus compañeros, ya que es uno de los principales atractivos de su trabajo. “No queremos ser subordinados, queremos tener la facilidad de trabajar en el tiempo que queramos y ganar lo que nosotros queramos, que no nos estipulen ni horarios ni sueldos y no nos eleven los impuestos”. Había cosas que pulir, dice Martínez, “y la verdad es que estamos bastante satisfechos en lo que terminó publicándose”.
Han conseguido, además de la flexibilidad que querían mantener, el resto de prestaciones con las que no contaban. Todos los repartidores tendrán a partir de ahora un contrato con las aplicaciones. Esto significa que las empresas serán las encargadas de pagar las cuotas al Instituto Mexicano Del Seguro Social (IMSS). Si un trabajador gana menos del salario mínimo, la compañía solo se hará responsable del servicio de salud y, a pesar de tener contrato, se le considerará “independiente”, una categoría nueva y algo difusa. Si cobra más del mínimo, tendrá derecho al cuadro completo de la seguridad social. “Lo consideramos una victoria y reconocemos que en el Gobierno hubo un círculo virtuoso de política pública. Las negociaciones no fueron lo más suave que esperábamos, pero nunca se espera una negociación muy suave. Hay cosas a mejorar, pero no cosas para ponerse en contra”, evalúa Martínez. Una vez que la ley entre en vigor, habrá 180 días de prueba para corregir errores.
Luciano entrega las pizzas y se dirige a la última parada de la zona, en otro concesionario. Vender coches debe de dar mucha hambre. Es la quinta entrega en dos horas. Su teléfono no para de sonar porque de las seis categorías que tiene DiDi —Aprendiz, Novato, Amateur, Master, Experto, Leyenda, Leyenda Pro—, ella está en la más alta. Ahora regresará sobre sus pasos de nuevo a Polanco, a esperar más pedidos. “Mi trabajo me gusta, el andar manejando, vas conociendo la ciudad… Y me alcanza para solventar los gastos y apoyar a mis hijos”. Ayer hizo 33 viajes por 1.466 pesos, muy por encima del salario mínimo, pero a costa de estar muchas horas sobre la moto. Hoy, seguramente, haga algo menos. Sonríe para las últimas fotografías, se despide. Y su Platina Bajaj desaparece entre el tráfico.