Beatriz Gutiérrez Müller: feminismo a gritos
Urge separar las obligaciones constitucionales de la añeja tradición de las primeras damas
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Si usted quiere poner a prueba la fortaleza de su matrimonio, hay un sistema infalible: gane unas elecciones y someta a su pareja a estar cuatro, seis u ocho años a su lado en la presidencia de un país, los que correspondan al mandato. Y ahí verá si el asunto no estalla por las costuras. Las parejas presidenciales están sometidas a una desigualdad tan intensa como las obligaciones que impone el cargo. Uno gobier...
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Si usted quiere poner a prueba la fortaleza de su matrimonio, hay un sistema infalible: gane unas elecciones y someta a su pareja a estar cuatro, seis u ocho años a su lado en la presidencia de un país, los que correspondan al mandato. Y ahí verá si el asunto no estalla por las costuras. Las parejas presidenciales están sometidas a una desigualdad tan intensa como las obligaciones que impone el cargo. Uno gobierna día y noche y el otro logra sacar adelante el resto de la vida doméstica y laboral como puede, es decir, adaptándose a los requerimientos protocolarios, sometido a un escrutinio público incansable, criando hijos prácticamente en solitario o lo que sea que toque. Las desavenencias que van surgiendo saltan pronto al chisme público y han quedado bien recogidas en algunas famosas series cinematográficas.
Son bien conocidos los abismos que sortearon los Obama, el divorcio de Felipe González en España, el de Gabriel Boric en Chile o los rumores con Felipe Calderón en México, entre otros muchísimos. Huelga decir que las mujeres se llevan la peor parte porque, generalmente, son los hombres quienes gobiernan, y aunque lo hagan ellas, si su pareja es masculina suele tener menos obstáculos, miradas y críticas en su desarrollo vital. Eso pasa por nacer mujer.
En las últimas semanas, sonaba fuerte el río en México. Los medios de comunicación dejaban caer que el matrimonio presidencial no pasaba sus mejores momentos. ¿Divorcio?, se preguntaban todos. Andrés Manuel López Obrador salió a negar tal pronóstico: “No, no, no. Es falso que me vaya a divorciar de Beatriz [Gutiérrez Müller]”, rio. “Vamos a seguir juntos”. No contestó si era ella quien se divorciaría de él.
Entonces llegó la publicación del libro. Cuando las primeras damas, como suelen llamarlas, escriben, confiesan. Gutiérrez Müller es escritora y académica, una mujer de letras. Durante los seis años que ha pasado en el Palacio Nacional, un periodo que está a punto de finalizar, ha optado por un perfil discreto, escasas declaraciones, pocos viajes e imprescindibles presencias protocolarias. Ha continuado con su profesión en la universidad y cuidado de su hijo, un adolescente que se ha visto en algunas tormentas inclementes, impías, de las que desatan las redes sociales. Tan es así que algunos de sus mensajes públicos fueron para condenar los ataques que también recibió el hijo de la opositora al Gobierno de su marido, Xóchitl Gálvez.
Pero ese segundo plano, supuestamente alejado del ruido mediático del que ella ha tratado de resguardarse, no ha evitado incomodidades desgastantes para el matrimonio. En Feminismo silencioso critica con buenos argumentos el papel indefinido que deben desempeñar las primeras damas, término del que reniega por anticuado, machista y supremacista. Hace notar las “condiciones extremas” que han supuesto para ella los seis años presidenciales. Habrá quien lo pase peor en su día a día, dirán algunos. Pero también es cierto que una fama no pedida puede abrumar a cualquiera, por eso defiende que las funciones del acompañante en el gobierno queden bien establecidas en la ley. De ese modo, se infiere, una ya sabe lo que le toca si sigue adelante con un matrimonio que la convertirá en princesa y la encerrará en un palacio. Porque es verdad que las nuevas condiciones de vida no están determinadas para ellas y cada quien va sorteando el chaparrón como puede. “Confieso que en más de una ocasión esta posibilidad [de retirarme] ha pasado por mi mente, pero, hasta ahora, he podido sobrevivir a los intentos de rapto de mi voluntad”. Si la pareja no se acomoda a las nuevas responsabilidades, “divorciarse es una buena decisión”, ha dejado escrito.
Irina Karamanos, llegó al poder del brazo de Gabriel Boric, sin que ella se hubiera presentado a elección alguna, y durante un tiempo fue devolviendo a los ministerios y departamentos correspondientes las funciones que por tradición venían asumiendo las primeras damas chilenas. En ese periodo se puso bajo el foco público de medio mundo la tarea que debía desarrollar una esposa presidencial. Finalmente, ella abandonó la Moneda y el matrimonio se disolvió. Hasta eso, para lo que cualquiera pediría un poco de sosiego e intimidad, fue una ruptura pública. De nuevo, los medios de comunicación titularon: “Gabriel Boric se divorcia de Irina Karamanos”, nunca al revés. Es una de esas formas sutiles de cegar la voz femenina y dejar todas las decisiones y el espacio público para ellos.
Hubo algunas señales que indicaban, tiempo antes, el alejamiento de la pareja, curiosas señales. Por ejemplo, que ella no salió a dar caramelos a los niños por Halloween, ni se la vio en la inauguración de los Juegos Panamericanos. Además, él comió solo en un restaurante y paseó en bicicleta sin compañía. Son señales, desde luego, pero sobre todo del bobalicón papel que se adjudica a estas mujeres, entregar dulces a los infantes, acompañar al marido en la mesa o en sus ratos de ocio. Vaya. Si no existieran esas concepciones tan machistas, a nadie extrañaría que uno pasee o coma solo, o salga a atender la tradición del Día de Muertos, si quiere, que para eso le han elegido en las urnas.
No es de extrañar, pues, que a estas nuevas mujeres les aprieten los caritativos y maternales zapatos de primera dama y que muchos de estos matrimonios acaben explotando. Ellas tienen sus estudios, sus profesiones, sus inquietudes y su voz propia. Y por mucho que hayan acompañado a sus maridos en la vida política previa al cargo, en el fondo no es más que eso, de nuevo un acompañamiento, pero sin obligaciones adyacentes.
En algunos países, los estrategas de campaña han lamentado que algunas esposas no quisieran participar en el juego político, con lo bien que dan en la cámara, con lo guapas que son y la presencia que tienen. La queja da la medida del rechazo: quién quiere ser una mujer florero a estas alturas. Ellos trabajan en política y ellas no. Es urgente determinar, como pide Gutiérrez Müller, cuáles son las obligaciones constitucionales y separarlas de la añeja tradición que las relega a roles machistas. Si hasta las reinas se separan ya, seguramente hartas de llevar el ramito de flores en cada acto. Pero, al contrario de las presidentas consortes, las monarcas no pueden negarse con argumentos de este siglo, porque ellas están ahí por la gracia divina. Y las leyes del cielo no son las de la tierra. Son lentejas, las tomas o las dejas.
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