El TLCAN treinta años después: nadie sabe para quién trabaja
Se cumplen 30 años de la entrada en vigor del TLC entre México, EEUU y Canadá, sin duda, el acontecimiento más importante en la historia económica del país
Durante el proceso (1990-93) para firmar el Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá (TLCAN) hubo dos aspectos poco conocidos que, si bien distintos, ofrecen un contexto más amplio y complejo de lo que hace 30 significó esa decisión histórica para la economía mexicana. Uno tiene que ver con el entorno comunicacional en que se dio su negociación y el otro con los efectos que produjo en buena parte de los estados mexicanos, cuando los diversos sectores subnacionales empezaron a preguntarse (y a temer) cuál sería el impacto potencial que tendría sobre economías tradicionale...
Durante el proceso (1990-93) para firmar el Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá (TLCAN) hubo dos aspectos poco conocidos que, si bien distintos, ofrecen un contexto más amplio y complejo de lo que hace 30 significó esa decisión histórica para la economía mexicana. Uno tiene que ver con el entorno comunicacional en que se dio su negociación y el otro con los efectos que produjo en buena parte de los estados mexicanos, cuando los diversos sectores subnacionales empezaron a preguntarse (y a temer) cuál sería el impacto potencial que tendría sobre economías tradicionales, cerradas y acostumbradas tanto a crisis cambiarias recurrentes como a mercados cautivos y seguros. Este texto se propone testimoniar algunas observaciones sobre ambos capítulos.
Como es bien sabido, tras haber concluido con éxito la renegociación de la deuda externa mexicana en junio de 1989, el presidente Carlos Salinas de Gortari empezó a pensar en la conveniencia (y probablemente la inevitabilidad) de firmar un acuerdo de libre comercio con Estados Unidos como un instrumento para impulsar el crecimiento de México y su inserción en la economía internacional, particularmente en los bloques comerciales que se estaban configurando; tener acceso al mercado más grande del mundo, los Estados Unidos, y atraer inversión extranjera directa en una coyuntura donde, tras la caída del Muro de Berlín, muchos países competían activamente por ella. Ese itinerario ha sido descrito y examinado técnicamente en los informes económicos y la literatura académica con abundancia, pero menos analizadas las dificultades que se produjeron en la percepción pública y sobre todo mediática.
Desde principios de 1990 y a lo largo de 1991, mientras se empezaban a negociar los contenidos del acuerdo, surgió un grupo de políticos, académicos, sindicalistas, activistas, miembros del PRD encabezados por Cuauhtémoc Cárdenas, y hasta curas como Samuel Ruiz y Arturo Lona Reyes, que, envueltos en el lábaro patrio del nacionalismo, empezaron a ensamblar un frente opositor al TLCAN y se organizaron en lo que se conoció como la Red Mexicana de Acción Frente al Libre Comercio. Al igual que ocurrió con el tema de la deuda externa, también en este hubo algunos medios —El Financiero y La Jornada, sobre todo— que intentaban influir en las conversaciones. La diferencia sustantiva del modelo comunicacional instrumentado en el caso del TLCAN fue que ambas partes —la administración Salinas y los opositores— tocaron por nota sus respectivas partituras, a pesar de que, al principio, hubo filtraciones de fuentes norteamericanas que pudieron haber descarrilado el arranque de lo que hasta ese momento, febrero de 1990, eran apenas discretas conversaciones entre altos funcionarios de los dos países.
El 26 de marzo de ese año, The Wall Street Journal publicó en su primera plana que ya había empezado la negociación del TLCAN, y tres días después The New York Times abundó en el asunto y recogió declaraciones de partidos, sindicatos y la comentocracia nacionalista de la época, entre otros, que anticiparon lo que sería el clima mediático en los siguientes años. El historiador Gastón García Cantú, por ejemplo, normalmente un aliado de Salinas, dijo que “lo que realmente estaba en juego no era la integración económica sino una anexión similar a la de Texas en 1836 y una traición al resto de América Latina”. Aunque la embajada mexicana en Washington salió rápidamente al paso de la única manera posible -”no se puede confirmar que habrá un acuerdo de libre comercio entre ambos países”-, el diario neoyorquino dejó sembrados, con cierta teatralidad, los términos que acompañarían el despegue del proceso entre algunos sectores mexicanos: “alarma y preocupación”. A fin de cuentas, como advirtió en su momento Henry Kissinger, “un líder no puede emprender reformas económicas fundamentales, sin molestar a intereses arraigados y enemistarse con ciertos grupos”.
No obstante esa salida del guion inicial, el gobierno mexicano estructuró, desde el punto de vista técnico, político y comunicacional, una de las mejores estrategias públicas que se hayan visto en décadas, y que no ha sido superada hasta ahora. En primer lugar, había que hacer política en casa, a veces la más difícil, y convencer a la nomenklatura más conservadores del PRI y de la propia cancillería mexicana, para suavizar su inseguridad y escepticismo respecto del mundo exterior y, especialmente, para dar un paso de esta envergadura con Estados Unidos. Hay que decir que de esta faena se encargó directamente el propio Salinas, que hablaba cotidianamente con todos los actores habidos y por haber. En segundo lugar, se integraron en la estrategia, de manera muy profesional, coherente y ordenada, distintas dependencias, bajo el liderazgo de la secretaría de Comercio, con Jaime Serra y Herminio Blanco al frente, así como todos los organismos empresariales, buena parte de los sindicatos más grandes y varios sectores académicos e intelectuales, entre otros.
En tercer lugar, se concertó un afinado mecanismo de coordinación con las contrapartes de Estados Unidos y Canadá. En cuarto, se armó una genuina task force en materia de comunicación contratando a algunas de las mejores agencias norteamericanas de relaciones públicas, de abogados y de cabildeo, bien seleccionadas en función de las audiencias: el Congreso norteamericano, los formuladores de políticas y los decision makers a quienes se quería llegar y convencer. En quinto término, todos los sectores (el llamado “cuarto de al lado”) contaban con abundante información sobre las eventuales ventajas (y riesgos) que tendría el tratado, y finalmente se trabajó de manera estrecha y transparente con los medios de comunicación tanto de México como de Estados Unidos y Canadá. Solo en 1991 y 1992 el presidente debe haber dado un promedio de dos entrevistas por semana.
En paralelo, los opositores también hicieron su brega con adecuada capacidad de organización y movilización con interlocutores igualmente seleccionados y de influencia política. Si bien su objetivo aparente era incluir determinados temas —democracia, régimen laboral, derechos humanos, migración o medio ambiente, por ejemplo— el cemento que los unió fue que la negociación del tratado les dio a los mexicanos la oportunidad ideal para cobrarse las facturas heredadas, según ellos, de la elección de 1988, y para ganar terreno de cara a las legislativas de 1991. Había otro factor adicional: algunos de los opositores más activos —Jorge G. Castañeda, Adolfo Aguilar Zínser o Carlos Heredia— tenían también, como el equipo gubernamental, buenos contactos y relaciones con actores relevantes en el congreso, la academia, los sindicatos y los medios norteamericanos, con quienes intentaron bloquear la vía rápida para la aprobación legislativa del tratado, todo lo cual fue un poderoso incentivo para que la estrategia del gobierno fuera de la más alta eficacia posible. El resto es historia conocida: el fast track fue aprobado en ambas cámaras del Congreso norteamericano en noviembre de 1993 y el tratado entró en vigor el primer día de enero del siguiente año.
A la distancia, hay dos lecciones relevantes de este episodio: una es que si se evalúa específicamente en función de sus objetivos —promover el acceso creciente y estable de las exportaciones mexicanas a Estados Unidos; establecer un mecanismo seguro y atractivo para la inversión extranjera; generar más y mejores empleos; apoyar la estabilidad macroeconómica del país o lograr una convergencia con los indicadores económicos de los principales socios comerciales— el TLCAN (y su versión actual) ha sido un éxito para México, y los datos son contundentes. La segunda es que, en materia de debate público entre el gobierno y sectores de oposición con alta visibilidad, éste fue un ejemplo de buenas prácticas de ambas partes, es decir, duro, polémico y a ratos conflictivo, pero también transparente y democrático.
Los opositores al TLCAN fueron adversarios profesionales, pero el proceso reveló algo más profundo. Es decir, la decisión de México de firmar un acuerdo comercial de este alcance tuvo en esencia una racionalidad económica, pero la singularidad histórica de ser vecinos de la principal potencia mundial hizo que fuera también un hecho político, práctico y, en cierto modo, psicológico y cultural, porque el país empezó, con lentitud e incredulidad, a comprender que buena parte de la manera en que se mueve en el escenario internacional, específicamente en esa relación bilateral, estaba determinada y condicionada por un tejido supranacional distinto y más sofisticado. En ese sentido, el TLCAN supuso un viraje de proporciones históricas y un cambio conceptual de enorme significación.
El otro aspecto que conviene recordar, como ya dije poco documentado, es la forma en que algunas economías subnacionales mexicanas se insertaron (o no) en ese nuevo escenario. Tomemos el caso de Aguascalientes, un estado pequeño, ordenado, urbano y razonablemente eficiente, pero buen ejemplo de la forma como se veía desde la periferia el tratado.
Tanto la estructura empresarial local como cada rama industrial eran muy distintas en diversos sentidos y eran mundos notablemente disímiles entre sí pero, en conjunto, simbolizaban la transición -de la que el TLCAN era emblemática en ese momento- entre una economía que no terminaba de morir hacia otra que apenas empezaba a nacer. Lo cierto es que, en esos años, ya estaba en marcha el cambio más profundo en la arquitectura económica y del mercado mexicano en décadas, lo cual ayudó poderosamente al despegue de Aguascalientes y de otros ocho o diez estados en los siguientes años. Bajo esa lógica, el gobierno estatal tuvo que reconocer esa realidad y actuar dentro de ella tratando de promover en los actores económicos una interpretación correcta acerca de los cambios que estaban ocurriendo en México y en el mundo, y una genuina modernización empresarial. Esa fue la atmósfera económica y cultural local en el contexto del TLCAN.
En consecuencia, el tratado introdujo el desafío de que algunos estados pudieran engendrar una clase empresarial estructurada, visionaria, apropiada en tiempos de globalización y competencia. Como esa no era la fisonomía observada en aquel momento, fue indispensable que los gobiernos locales actuaran como promotores de la atracción de nueva inversión nacional y extranjera, como facilitadores de los negocios y como impulsores de un aprendizaje que mostrara a escala local los riesgos y las oportunidades por delante. En ciertos casos, la labor era, dicho con cierto eufemismo, de contención y salvamento. Por ejemplo, ya desde antes del TLCAN o incluso de la crisis de 1994-95, diversas empresas enfrentaban problemas serios de pasivos, liquidez o de funcionamiento, derivados de factores que no estaban en manos de los gobiernos. Probablemente el modelo de negocio, la gestión empresarial, el mercado o la competencia pusieron en jaque a varias de ellas, y no faltó una que otra que culparan de sus males a la apertura comercial y a las importaciones —que en realidad apenas empezaban a sentirse. En suma, cuestiones de esta naturaleza eran frecuentes, y no obstante el tamaño y la simplicidad de ciertas economías estatales, todos esos cambios eran una oportunidad si los actores económicos leían correctamente las señales.
Buena parte de esos actores tenía temores, fundados o no, pero su narrativa partía más bien de un sentimiento de inseguridad respecto de sus propias potencialidades. Argumentaban que era muy pronto para el TLCAN (que ya estaba en plena negociación); que había que dar más tiempo para prepararse; que los subsidios o apoyos fiscales eran muy distintos en ambos países; que el gobierno estadounidense era muy proteccionista y, en síntesis, que los gringos se los iban a comer vivos. Lo más interesante del ejercicio era que los miedos más acentuados venían de dos sectores: agrícola y agroindustrial, y textil y confección. Con el tiempo, sin embargo, se vio que el primero no sólo sorteó con habilidad e inteligencia la entrada al libre comercio sino que salió extraordinariamente fortalecido, y el segundo en cambio redujo su importancia como sucedió por cierto con la relocalización de plantas chinas hacia los países periféricos del sudeste asiático. Visto en conjunto, hay datos sorprendentes: en 1993 México exportaba 52 mil millones de dólares y en 2022 fueron 539 mil millones, sin contar las ventas petroleras.
Hubo un tercer grupo, la inversión extranjera de mayor tamaño y peso, que mientras se negociaba el TLCAN entendió que era una coyuntura extraordinariamente favorable. Ese fue el caso de las armadoras automotrices, que vieron la oportunidad de cumplir con el Valor de Contenido Regional exigido, es decir, el porcentaje que indica en qué medida una mercancía ha sido producida en la región del tratado, que en ese momento era de 62.5% para el sector automotriz, y así exportar fácilmente a Estados Unidos y Canadá. De hecho, en la actualidad casi el 94% de la producción automotriz mexicana se exporta, y en vehículos ligeros el 77% va para el mercado norteamericano. Hoy, treinta años después de que inició el TLCAN, Nissan y Daimler por ejemplo tienen tres armadoras en Aguascalientes, operan probablemente más de 150 empresas proveedoras de partes y componentes, y el cluster automotriz en su conjunto representa casi el 35% del PIB manufacturero de ese estado.
Mientras se negociaba el TLCAN a nivel federal, una de las actividades que pareció útil, por ejemplo, fue invitar a líderes de empresas mexicanas grandes para que compartieran su experiencia en materia de búsqueda de mercados internacionales o de transformación en compañías multinacionales. Otra fue diseminar información de los medios internacionales que documentaban casos de éxito en transiciones parecidas. Una más fue pedirles a corresponsales extranjeros de los grandes medios que visitaran fábricas locales que ya se estaban preparando para los nuevos tiempos y le dieran difusión. Todo ello con la finalidad de brindarles una perspectiva más amplia, pero sobre todo de hacerles sentir confianza y seguridad en sí mismos.
En esa línea, el segundo semestre de 1993 visitó Aguascalientes el recién fallecido Henry Kissinger para dar una plática, reunirse con empresarios y visitar algunas plantas de capital norteamericano. El objetivo era que explicara los reacomodos geopolíticos y económicos en el mundo, por qué el TLCAN podría ser un juego de ganar-ganar y cuáles eran sus ventajas. En suma, que le diera un impulso, un endorsement a la percepción sobre el TLC cuya entrada en vigor estaba prevista, si todo iba bien, para el 1 de enero de 1994. En la conferencia que impartió, donde había unos mil asistentes, hizo un recuento detallado del tema y hacia el final, ante la pregunta del público respecto de dónde veía a México en 25 años, sin dudarlo respondió: “será como Corea del Sur”, que en ese momento era el emblema del rápido desarrollo en Asia. Al día siguiente, desayuno por medio, me dijo que a su juicio no había otro destino posible para México más que la integración económica con Estados Unidos, lo cual no hacía sino confirmar lo que la historia había trazado desde finales del siglo XIX. Añadió que concluida la Guerra Fría era el momento ideal para dar la vuelta a lo que había sido una larga historia de desencuentros y distancias entre México y Estados Unidos.
Puestos en la balanza, la coyuntura del TLCAN, la coordinación de todos los actores, la estrategia local y la continuidad de políticas en distintos gobiernos funcionaron con enorme eficacia. Estados como Aguascalientes aprovecharon muy bien la circunstancia, con tasas sostenidas de crecimiento entre 4.5 y 6% en las siguientes tres décadas y a pesar de su tamaño se convirtió en una entidad razonablemente competitiva casi bajo cualquier indicador, como lo documentaron diversos estudios, y hoy ocupa el 2º lugar nacional en el Índice de Progreso Social. Desde luego que hay una gran cantidad de matices y variables en el desarrollo del TLCAN pero el panorama en su conjunto lleva a una pregunta pertinente: ¿por qué a unos estados, sectores y empresas les fue muy bien y a otros no?.
Ciertamente, el TLCAN fue un importante avance para México. La modernización del país en esos años cambió el paradigma de operación y de crecimiento de los agentes económicos y, a pesar de las asignaturas pendientes en materia de productividad, informalidad y educación de alta calidad, ganaron quienes se subieron a tiempo a ese tren que, por cierto, ha sostenido, hasta en estos años de desastre populista, el andamiaje industrial y la fuerza exportadora del país, así como su estabilidad macroeconómica. Son las paradojas de la historia: nadie sabe para quien trabaja.
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