“Al Estado le sobran los presos”: por cada persona detenida hay cinco mujeres condenadas a cuidarlo
Un informe revela el impacto de las prisiones en el entorno familiar, sobre todo para las mujeres. Una mexicana, una costarricense y una ecuatoriana cuentan cómo tener un familiar preso les cambió la vida
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Lucía Alvarado trabajaba en las labores de su casa en Ciudad de México. Giselle Amador era ministra de Salud de Costa Rica. Martha —nombre ficticio para proteger su identidad— era peluquera en un barrio ecuatoriano. Todas hablan en pasado de sus empleos porque la encarcelación de Mario, Luis y Carlos, respectivamente, las convirtieron a la fuerza en investigadoras, abogadas y defensoras de derechos humanos. Ninguna conocía las leyes o los derechos de sus familiares. Antes de las detenciones, también creían en el Estado. Ya no. “Al Estado le sobran los presos. A ellos solo los cuidamos nosotras; sus madres, sus hermanas, sus hijas”, explica por videollamada Martha. Su hijo Carlos —un nombre que ha escogido también para resguardar su identidad— fue uno de los 118 asesinados en la masacre del 28 de septiembre de 2021 en la Penitenciaría del Litoral en Guayaquil, tras ser condenado a cuatro años y medio por robar un celular.
Carlos, de 19 años, estaba terminando de estudiar barbería y acababa de ser papá hacía tres meses. Después de la pandemia, echaron del trabajo a Martha y las deudas de la familia superaban los 600 dólares, un monto que no podían asumir. “No justifico lo que hizo, pero las consecuencias fueron terrible para todos”, explica la madre. “Económicamente fue imposible, me tocó hacerme cargo de mi nuera y mi nieta, la deuda, el diagnóstico de cáncer de mi mamá… Y, claro, hacerme cargo de él”. Además de los costos de ir y venir a la cárcel, Martha cuenta que tuvo que vender teléfonos, televisores y todos los electrodomésticos de la casa para poder pagar las extorsiones desde dentro de la cárcel. “Pagaba para que no durmiera en el piso o para garantizarle la protección. Ni sé cuánto se me fue en eso”. Como ella, el 87% de las mujeres cuidadoras asegura no haber podido llegar a fin de mes tras la detención de sus seres queridos, según un informe de RIMUF, la Red Internacional de Mujeres Familiares de personas detenidas. La mayoría de los presos varones (el 75%) eran cabezas de familia.
En la mañana del 28 de septiembre, Martha se enteró de que su hijo fue uno de los asesinados en las puertas de la prisión de Guayaquil. Otra madre que también se acercó a la cárcel buscando información sobre la balacera, logró contactarse con su hijo mediante una videollamada. Martha le pidió que hiciera un paneo con la cámara y vio a Carlos sin vida boca abajo en su celda. “No hay consuelo alguno. Pero al menos a mí me lo entregaron entero. Hubo mujeres que dieron sepultura apenas de algunas partes del cuerpo de sus niños. Éramos un puñado de madres destrozadas por la noticia”.
Las mujeres cuidando son la norma. Representan, al menos, el 80% de las que visitan a sus familiares en prisión. “Es asombroso darse cuenta de que cuando la mujer es la que está presa, o la visitan sus madres y hermanas, o no va nadie. Los hombres no suelen encargarse de ello”, narra Alvarado, integrante de la organización. Según RIMUF, por cada persona presa, hay una red de apoyo de cinco mujeres alrededor.
La extorsión que denuncian también es una constante. La sobrepoblación es una de las principales causas de un sistema penitenciario fallido. En las dos últimas décadas, la población carcelaria en América Latina y el Caribe se ha disparado un 120%, mientras que en el resto del mundo sólo ha aumentado un 24%. Pero en el continente latinoamericano, estas cifras no han supuesto un aumento significativo en la inversión.
Cárceles abarrotadas, Estados que invierten poco en un enfoque restaurativo y un creciente poder de pandillas y grupos armados son las razones por las que la corrupción se cuela entre los barrotes de las cárceles. “Además del descontrol por el hacinamiento”, explica Alvarado, “existe una tendencia a ignorar a los que están privados de libertad. Y el único derecho que se les anula es el de la libre circulación. Todos los demás, el trabajo, la sanidad, la educación... siguen siendo derechos. Pero en la cárcel pareciera que no existen”. Lo sabe por experiencia. Su hermano Mario fue torturado en la cárcel tras ser detenido arbitrariamente por el supuesto tráfico de 19 toneladas de heroína durante un turno de trabajo en el aeropuerto que nunca cubrió. Era 2007 y México estaba en plena guerra contra las drogas, pero para Lucía Alvarado, nada tenía sentido: “Era tan claro ver que no atendió ese vuelo que pensamos que se solucionaría en cuestión de horas. Pero pasó siete años en la cárcel”.
Para Amador, las extorsiones suceden con permiso de los funcionarios. “Y los abogados que quieren llevar tu caso también piden miles de dólares por debajo de la mesa para, supuestamente, conseguir mejores resultados. Todo es un negocio”. A su hijo Luis lo condenaron a 8 años y 4 meses por la siembra de cannabis, junto a cuatro amigos, un delito contra la salud pública en Costa Rica. Meses antes de la detención, el presidente Carlos Alvarado pidió su dimisión sin darle más explicaciones. “Yo estaba ‘incomodando’ como ministra de Salud porque no cedí con las tabacaleras ni con las farmaceúticas”, argumenta. “Esa fue la excusa que encontraron para ir contra mí. Y en el camino perdí todos mis ahorros; más de 60.000 dólares. Se me fue la salud en ello...”.
“Vivía por y para él”
Las consecuencias de la cárcel son múltiples y no solo afectan a los presos; se extienden e impactan directamente en la salud, la economía y la psicología de las familias. Lucía Alvarado reconoce que “no recuerda cuándo fue la última vez que hizo algo” por ella misma. “Mi vida se convirtió en ser la encargada de que mi hermano saliera de la cárcel. Vivía por y para él”. Martha lo describe como si su vida se hubiera acabado. Y, para Amador, fue necesaria la terapia “para volver a salir a la calle” sin sentirse señalada por la sociedad. El 85% de las mujeres encuestadas por RIMUF manifestó una deteriorada salud mental con episodios frecuentes de estrés, agobio y tristeza. El mismo porcentaje que reconoce haber sufrido un trato pésimo o malo de los funcionarios de prisiones que engloban desde vejámenes y abusos sexuales en los controles de seguridad en las visitas hasta amenazas.
“Las tareas de cuidado no son una elección sino un efecto de dos procesos contemporáneos, que se refuerzan mutuamente: la sociedad patriarcal y la prisionización”, se lee en el estudio realizado con 188 familiares de ocho países. Actualmente, existen 1,5 millones de personas privadas de libertad en las prisiones de la región. Además de las pobres infraestructuras, existe un déficit en la cobertura de servicios básicos en el sistema penitenciario: casi el 60% de la población privada de libertad no cuenta con una cama; el 29% no tiene acceso a servicios de salud; y el 28% no tiene acceso a bienes básicos como agua y jabón, de acuerdo a datos del Banco Interamericano de Desarrollo (BID).
Uno de cada tres presos no tiene una sentencia
En América Latina y el Caribe, el porcentaje de personas privadas de la libertad sin sentencia es de 36%, bajo una figura de prisión preventiva. De acuerdo con la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la aplicación de esta medida es uno de los problemas más graves y extendidos que enfrentan los países de la región, ya que contraviene el derecho a la presunción de inocencia y afecta principalmente a familias que viven en situación de pobreza, migrantes y mujeres. Nathalie Alvarado, coordinadora del Clúster de Seguridad Ciudadana y Justicia del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), asegura que el hacinamiento al que conlleva la prisión preventiva genera “condiciones inhumanas en las cárceles, más violencia y victimización, y menos oportunidades de rehabilitación”. Este problema, dice, ha llevado a que países como Chile implementen la Ley Sayén, que establece medidas alternativas y limita el uso de esta figura legal para mujeres embarazadas o que tengan hijos menores de dos años. “Las personas acusadas que no son puestas en libertad antes del juicio tienen menos probabilidades de preparar una defensa adecuada y más probabilidades de recibir una sentencia privativa de libertad, obtener sentencias más largas y declararse culpables”, zanja.
Para Alvarado, esta es la primera medida a erradicar en el continente. La otra clave es la aplicación de la perspectiva de género en los tribunales, que da cuenta de cómo el peso de las detenciones recae sobre las mujeres y los niños a cargo. “El Estado tiene que encontrar la forma de garantizar que las familias tengan un sustento, ya sea con subvenciones o promoviendo el empleo dentro de las cárceles e ingresando los salarios a estas mujeres cabeza de familias”. Y concluye: “Hay que pensar en soluciones para que no seamos las mujeres y las niñas también las encarceladas”.