2023, un año decisivo para la democracia.
No basta con repetir que se está a favor de los pobres, sino que se requiere demostrar profunda comprensión de los trascendentales cambios que sufre el mundo y descubrir una manera viable y justa de integrarse a él
El año 2023 ha empezado con una intensidad política extraordinaria en América Latina, y México no es excepción. En Brasil hubo un intento de golpe de estado à la Trump, escenificada por una alianza entre grupos radicalizados de la derecha bolsonarista y sectores golpistas de las fuerzas armadas y de la policía. En Perú el frágil eq...
El año 2023 ha empezado con una intensidad política extraordinaria en América Latina, y México no es excepción. En Brasil hubo un intento de golpe de estado à la Trump, escenificada por una alianza entre grupos radicalizados de la derecha bolsonarista y sectores golpistas de las fuerzas armadas y de la policía. En Perú el frágil equilibrio dentro de una democracia compuesta de seudopartidos facciosos se rompió por un inexplicable intento del presidente Castillo de dar él mismo un golpe de estado, cuyo rotundo fracaso derivó en una revuelta popular que marca un punto de inflexión de la crisis de legitimidad de esa democracia fallida. Y si vamos país por país, observamos democracias al límite que, por diversas razones, libran una batalla por sobrevivir tiempos difíciles.
En México vivimos un ambiente que, a juzgar por los medios y por los discursos de la clase política, anuncia una crisis inminente, causada a corto plazo por el intento del gobierno de imponer una reforma electoral regresiva, cuyo efecto neto sería volver a poner el control de los procesos electorales en manos del gobierno. Este debate acapara la atención pública, y a decir verdad, resulta incomprensible por qué un gobierno con alta popularidad que no tiene enfrente una oposición digna de ese nombre se mete en este conflicto en apariencia innecesario. La primera explicación es que el debate sobre la reforma electoral permite mantener viva la polarización política, de la cual se nutre la legitimidad del régimen, al tiempo que se distrae a la población de los temas más graves y de mayor impacto en la vida cotidiana, a saber: la violencia, la impunidad, la crisis del sistema de salud, la corrupción, y en general el fracaso del gobierno en impulsar cambios estructurales que marquen una nueva época histórica.
En efecto, la “Cuarta Transformación” ha sido un proyecto meramente discursivo, con pocos resultados prácticos. Es por ello que AMLO ha recurrido a la polarización como mecanismo de legitimación de su liderazgo personal y de sus decisiones más polémicas, como la militarización del Gobierno y el ataque a la pluralidad política. El ambiente tenso sirve para mantener movilizada su base social, pero no a los fines de transformar la vida política y la estructura económica del país, que sigue tan dominada por el capital extranjero y el gran capital nacional como antes, con un Estado tan inoperante como siempre, y con una sociedad empobrecida en todos los sentidos. Pero lo más grave es que no se han construido bases sólidas para fortalecer políticamente a los sectores populares.
Este es el mayor pecado de la “cuarta transformación”: el gobierno actual concentró todo el poder en un líder que se considera a sí mismo una figura histórica y trascendental, sin empoderar a los sectores populares. No hay organizaciones sociales que vinculen al pueblo con el partido en el poder en una forma democrática y legítima. Morena, el partido del poder, es un cascarón vacío, que existe solo porque el poder del Estado lo alimenta, ya que necesita de un aparato electoral. Sus cuadros son políticos de la vieja guardia, que provienen en su mayoría del viejo PRI y carecen de legitimidad personal frente a sus bases. Son meros intermediarios de un poder concentrado en la persona del líder. López Obrador ha evitado el surgimiento formal de corrientes dentro de su partido, pero también ha impedido que se organicen a sí mismos sus seguidores. Es en este punto en en el que radica la incapacidad democratizadora del proyecto de la 4T. Y esta debilidad es la que conduce a que el presidente no quiera correr riesgos y trate de garantizar la continuidad de su partido en el poder y su capacidad para designar sucesor(a), así como reservarse un espacio personal como un “poder moral” en el futuro, mediante el cual trataría de someter al siguiente mandatario(a). De ahí su batalla para controlar el INE.
Este contexto abre, paradójicamente, nuevas oportunidades para la oposición, a la que le conviene posicionarse como defensora del INE y, por tanto, de la democracia. Su problema es que sus dirigentes han demostrado una y otra vez una extraordinaria mediocridad y una notable incapacidad de imaginación. No ha habido autocrítica respecto a sus errores pasados, y no hay renovación generacional. No han expulsado a sus cuadros más claramente corruptos. No se han establecido nuevos vínculos con la población. No hay una definición programática novedosa. Por el contrario, la pobreza de su discurso político es abrumadora.
La creciente movilización de algunos sectores de la sociedad civil y el fracaso de AMLO en su intento de controlar a la Suprema Corte de Justicia abre un escenario favorable a la defensa de las instituciones electorales. Esta lucha puede galvanizar y aun unir a una oposición que tendrá un liderazgo civil más que partidario. Pero el hecho de que ya han surgido tres diferentes plataformas programáticas en el mismo campo político-civil que funge como oposición al régimen nos habla de la dificultad de la unidad en ausencia de liderazgos legítimos y capaces de situarse por encima de los intereses de la clase política.
La recientísima renuncia del Ing. Cuahtémoc Cárdenas a encabezar (al menos moralmente) uno de los frentes recién integrados, el llamado Colectivo por México, después de haber sido tachado por AMLO como adversario de su régimen y por tanto aliado de los conservadores, nos señala hasta que punto el espacio de protesta de la clase política está limitado por las amenazas del régimen. Cárdenas es tal vez la única figura pública que puede disputar a López Obrador el liderazgo moral del bloque nacionalista-progresista en México. Pero en esta ocasión el problema era que el susodicho frente, políticamente plural, pero con amplia presencia de políticos expriístas y expanistas, no ofrecía aun la imagen de autonomía política y de presencia territorial como para tornarse en un referente de oposición creíble. Además, Cárdenas no tenía el liderazgo político efectivo de ese conglomerado, más bien impulsado por Movimiento Ciudadano. Peor aún, Lázaro, el hijo de Chuahtémoc, es aun funcionario del gobierno de AMLO. Todo indica que el Ing. Cárdenas se reservará a una fase posterior en la que el campo de fuerzas se haya clarificado, sobre todo, si ocurre, como es probable, una división interna en Morena a la hora de la designación del heredero(a).
Si bien la democracia está en riesgo en México, también hay una oportunidad de sostenerla si otros sectores de la sociedad civil aun no movilizados, se unen a esta lucha. La gran pregunta es si los viejos políticos y los dirigentes de una sociedad civil elitista permitirán el surgimiento de otros líderes y nuevos actores, que en este momento, y por comprensibles razones, aun no confían en los actuales defensores de la democracia. La clave del futuro es la construcción de confianza en el campo civil y la activación de los sectores populares. En esta tarea no ayudarán los intentos de las viejas burocracias partidarias por hegemonizar el proceso y darse a sí mismas garantías de sobrevivencia por unos años más. Por el contrario, el único frente creíble será aquel que tenga un liderazgo civil y demuestre alguna autonomía de la vieja clase política.
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