El corazón mexicano de la princesa polaca
EL PAÍS visita a la escritora Elena Poniatowska en su casa durante el partido del Mundial entre México y el país de su tatarabuelo lejano, el último rey de Polonia
El árbitro acaba de pitar penalti en contra de México y Elena Ponitaowska, muy atenta a la pantalla, pregunta:
—Y ese que está vestido de negro, ¿quién es?
La escritora mexicana, de 90 años, está sentada frente al televisor en la sala de su casa, en uno de esos sillones que se estiran para posar cómodamente las piernas. Resuelto el enigma del señor de negro y detenido el penalti por Memo Ochoa, el arquero mexicano, ella tiene claro con cuál se queda de los dos. ...
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El árbitro acaba de pitar penalti en contra de México y Elena Ponitaowska, muy atenta a la pantalla, pregunta:
—Y ese que está vestido de negro, ¿quién es?
La escritora mexicana, de 90 años, está sentada frente al televisor en la sala de su casa, en uno de esos sillones que se estiran para posar cómodamente las piernas. Resuelto el enigma del señor de negro y detenido el penalti por Memo Ochoa, el arquero mexicano, ella tiene claro con cuál se queda de los dos. “Debe ser horrible ser el árbitro, con la presión de equivocarte y fregar la vida de otro. Me caen mejor los porteros porque están ahí solititos, nerviosísimos, esperando que les caiga el juicio final del gol. Son unos héroes”.
La premio Cervantes también tiene claro que va con México, pese a la sangre azul y polaca que corre por sus venas. Aunque además de Polonia guarda simpatía por más equipos del Mundial. Por Francia, donde nació y vivió hasta los 10 años. Y por Estados Unidos, el país al que su familia la mandó de adolescente a estudiar en un internado de monjas donde el único hombre que había era el cura del confesionario.
Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor, su nombre completo, más que un árbol tiene un bosque genealógico. La familia de su padre, los Torelli, eran rivales de los Borgia en la Parma del siglo XVII. Perseguidos por la poderosa dinastía de mecenas, se exiliaron en Polonia y se cambiaron de apellido para camuflarse: de Torelli (toro italiano) a Ciołek (toro polaco). El primer Ciolek se casó con la última Poniatowska y volvieron a cambiar de apellido y de alcurnia. El hijo de la pareja ya nació como sobrino del último rey de Polonia y segundo príncipe Poniatowski.
Todo eso lo cuenta ella misma en El amante polaco (Seix Barral, 2019), la novela histórica donde repasa la historia de su tatarabuelo lejano, el rey Stanisław August Poniatowski. Caído el monarca a finales del siglo XVIII, la potencias europeas se repartieron Polonia y la familia volvió a huir. Esta vez a Francia. Ya en París su abuelo, André Poniatowski, tuvo la paciencia de echar la vista lo más atrás posible y encontró un posible origen en 843, con Ludolfo de Sajonia.
Sin perder ojo de la televisión, Ponitowska recuerda que toda aquella madeja aristocrática le hacía reír a Carlos Monsiváis, uno de los grandes cronistas mexicanos y quizá su mejor amigo. Como ella, Monsiváis tampoco sabía mucho de fútbol. “Es la primera vez que me siento a ver un partido. El que se conoce todo es Juan”. Se refiere a Juan Villoro, otro de los grandes escritores mexicanos, discípulo del propio Monsiváis. “Yo era muy amiga de su mamá, que era psicoanalista, te ponía las cosas del coco en su lugar”.
Entre recuerdo y recuerdo, un jugador polaco se retuerce por el suelo después de una tarascada mexicana. El resto de sus compañeros rodea al árbitro gritando con las manos en alto. “Mira, son muy apasionados estos polacos”, suelta antes de explicar los detalles de su primer y único viaje al país de sus antepasados. Fue con su madre en 1966, poco antes de publicar su crónica sobre la matanza de Tlatelolco que la colocaría como madrina del nuevo periodismo, pero siendo ya una reportera bien conocida por sus entrevistas, sobre todo, a hombres importantes.
De aquella Polonia recuerda un país con mucha carencias, sometido por entonces al yugo soviético. “Tenían poquito para comer pero lo que siempre había era una botella de vodka”. Su compañero durante el viaje fue su amigo Sergio Pitol, otro premio Cervantes mexicano, experto y traductor de literatura eslava. “Se había enamorado de un polaco y andaba enloquecido. Un día tuvo un choque con el carro y pasó 40 días en el hospital”. Poniatowska también considera a Polonia como un país culto, muy intelectual, “todos sabían leer, escribir, muchos tocaban música”. Y sobre todo, “son un pueblo muy católico, muy religioso”.
Ese bagaje cultural fue uno de los resortes que impulsaron la resistencia contra la ocupación soviética. “Odiaban a los rusos”, recuerda la escritora poniendo más ejemplos familiares. Un tío lejano, otro Poniatowski, fue uno de los mariscales de Napoleón en la campaña fallida por el frío ruso. Antes que entregarse, el militar decidió arrojarse al río Niemen seguido de todo su batallón. “Su nombre está grabado en el Arco del Triunfo de París”, cuenta su nieta orgullosa.
Aquella anécdota mítica se la recordó también su abuela materna, otra aristócrata -esta vez rusa- a su madre, la mexicana Paula Amor, a modo de advertencia cuando le contó que se había echado de novio a un descendiente de aquel militar francés de origen polaco. La familia materna de Poniatowska eran unos hacendados ricos cercanos al dictador Porfirio Díaz y habían huido de México tras la Revolución. Los padres de la escritora se conocieron en un baile organizado por los Rothschild, los millonarios banqueros alemanes.
“Mi papá era un joven muy delgado y apuesto. A mamá le llamó la atención que se subió de un salto encima de un piano. Se enamoraron perdidamente, pero ella sufrió mucho porque mis abuelos eran muy tiesos”. Poniatowska sonríe cada vez que recuerda algún detalle polémico de su pasado. Es una especie de escudo protector ante el melodrama. Su nariz se contrae hacia arriba y el finísimo labio superior casi desaparece dejando paso a una sonrisa elástica de dientes y encías.
Ha heredado las facciones delicadas de su padre, Jean Joseph Evremond Sperry Poniatowski, sucesor al trono polaco, militar francés de madre californiana que peleó con el general De Gaulle en Argelia y más tarde contra las nazis en la Segunda Guerra Mundial. En la primera planta de su casa, repleta de libros desde el suelo hasta el techo, tiene una foto de él. Sale de perfil, pelo engominado y vestido de uniforme. Relajado, fuma un cigarrillo mientras habla con el barman del hotel Ritz de París con una media sonrisa.
Algo de esa sonrisa hay en la mueca de aires infantiles con que su hija desmontaba a sus entrevistados desde los años cincuenta. La joven reportera se abrió paso en aquel mundo de hombres interpretando un personaje naif, cursi y aparentemente inofensivo. Con aquella estrategia logró memorables entrevistas a Jorge Luis Borges, Juan Rulfo, al muralista David Alfaro Siqueiros o al escritor José Revueltas, estos dos últimos cuando estaban en la cárcel. Es célebre la entrevista que le hizo por aquella época a Diego Rivera. “¿Son de leche esos dientes suyos?”, le preguntó la joven princesa. A lo que el tótem y gran macho del muralismo mexicano respondió: “Sí, y con estos me como a las polaquitas preguntonas”.
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