Ganarse la vida limpiando de chicles el corazón turístico de Ciudad de México
Rita y Félix trabajan durante la madrugada en cuclillas, con una pequeña pala, removiendo la goma de mascar que miles de mexicanos y turistas dejan todos los días pegada en la Calle Madero, una de las más concurridas de la capital
Cuando el último turista ha dejado de fotografiar los monumentales palacios que se alzan sobre el Zócalo de Ciudad de México, un ejército de trabajadores vestidos de verde invade la gran plaza, corazón del poder mexicano. Traen escobas, mangueras, carretas para la basura y dos de ellos vienen armados con dos pequeñas palas. Tienen el trabajo más peculiar esta noche: limpiar las calles de la goma de mascar que miles de mexicanos y viajeros han dejado en este sitio, epicentro del turismo de una de las capital...
Cuando el último turista ha dejado de fotografiar los monumentales palacios que se alzan sobre el Zócalo de Ciudad de México, un ejército de trabajadores vestidos de verde invade la gran plaza, corazón del poder mexicano. Traen escobas, mangueras, carretas para la basura y dos de ellos vienen armados con dos pequeñas palas. Tienen el trabajo más peculiar esta noche: limpiar las calles de la goma de mascar que miles de mexicanos y viajeros han dejado en este sitio, epicentro del turismo de una de las capitales más grandes del mundo. Son Rita Gutiérrez (56 años) y Félix Vega (48). Ella sufre de dolor en una de sus piernas, él tiene un mal congénito en su mano derecha. En cuclillas van de un punto a otro de la enorme Calle Madero, que desemboca en el Zócalo, con el objetivo de no dejar pegado ni un solo chicle mascado. “A veces me da asco, por lo olores, pero como esta es una zona turística se debe mantener limpia. Además por esta zona entra el presidente [Andrés Manuel López Obrador] y hay que lavarla”, comenta Rita mientras muestra los primeros resultados de su labor: un vaso desechable con algunos chicles ennegrecidos arrancados de la hermosa avenida.
Es una fresca madrugada de otoño en la ciudad. Los palacios lucen imponentes, engalanados con tenues luces de colores que resaltan su grandeza en esta noche sin luna. De vez en cuando una ráfaga violenta de aire frío rompe la tranquilidad del Zócalo, donde uno que otro trasnochado pasa de prisa en busca de su casa o de la siguiente copa. Tal vez tenga suerte, porque a lo lejos aún se escuchan cumbias en cantinas que abren hasta tarde. Los policías que vigilan el Zócalo se calan las gorras hasta las orejas o usan bufandas para pasar la fresca madrugada. En los aleros de las tiendas que ofrecen todo tipo de bisuterías, los sin techo se acomodan sobre algún cartón y cubiertos con sábanas arañadas por el tiempo. Uno de ellos se calienta absorbiendo lo poco que queda de pegamento en una vieja botella de refresco.
Rita es bajita y menuda, la piel morena y arrugada, más parecida a la de una anciana. Es una mujer dulce, de una risa fácil que muestra sus dientes reforzados con coronas de metal; no tiene una sola gota de timidez. Se abre a los periodistas con desparpajo, como agradecida de que le saquen plática dentro de su monótono trabajo. No se limita en el recuento de su vida: antes de la pandemia trabajaba en el comedor de una empresa, a cargo de servir la comida a los empleados. Era un buen trabajo, dice, pero la pandemia, como a tanta gente, le jugó una mala pasada. Con el envío de la gente a trabajar en casa el comedor ya no era necesario y ella y sus colegas se vieron de un día para otro desempleados. Una amiga le contó de este trabajo de limpieza y ella solicitó un puesto y la aceptaron. Nunca se imaginó que se trataba de recoger goma de mascar. Su jornada comienza todos los días a las diez de la noche, por lo que debe salir un par de horas antes de su casa en Valle de Chalco, en el vecino Estado de México. Toma un camión y luego el metro. Su única herramienta es la pequeña pala, aunque ella se tuvo que comprar otra y adecuar el mango con un forro de papel para que no le haga tanto daño en la manos, porque a veces Rita tiene que hacer fuerza para arrancar los chicles. Por este trabajo gana 200 pesos por la jornada, pero 50 se le van volando en el gasto de transporte.
Félix pide comprensión a su novia, dice, porque los horarios de trabajo trastocan el tiempo que pueden estar juntos. Antes sí podían pasar más horas entregándose a su amor, porque Félix trabajaba como vendedor ambulante de productos de limpieza, imponiéndose él mismo sus horarios. Es un hombre bajo y regordete, tímido y desconfiado. Dice que el trabajo está bien, porque necesita los 6.000 pesos que gana al mes y más en tiempos duros, cuando hallar chamba no es tan fácil. Espera, sin embargo, que las condiciones mejoren y se enzarza en un soliloquio monótono, en el que afirma que tiene esperanzas en que el presidente López Obrador cumpla sus promesas de mejorar las condiciones de los pobres. Viene de más lejos, de Texcoco, en un viaje de dos horas hasta el corazón de Ciudad de México. Esta noche está sentado sobre una pieza de cartón para evitar el contacto con el frío piso de la Madero y se empeña con ahínco en arrancarle una mancha a la rebelde calzada.
Estas dos personas avanzan como liliputienses entre la inmensa avenida, una de las más lindas de la capital. A su lado se levantan las viejas mansiones señoriales, que fueron el símbolo de un poder económico ahora desaparecido. Aquí está el magnífico Palacio de Iturbide, construido entre 1779 y 1785 y en cuyos espléndidos salones se organizan exposiciones y alberga arte mexicano de los siglos XVI a la fecha. También se alza enhiesta la Torre Latinoamérica y debajo de ella hay un viaje al pasado en el convento de San Francisco. Marcas internacionales han convertido los palacios en tiendas de ropa, zapatos, joyería y hasta restaurantes, como ha ocurrido con la Casa de los Azulejos, que alguna vez perteneció a la familia de la escritora Elena Poniatowska. Es un patrimonio que a diario aprecian las 350.000 personas que transitan por la Madero, lo que la convierte en una de las calles más andadas y desandadas del mundo. Pero ninguna de estas joyas atrae la atención de Rita y Félix. Ellos siguen empeñados en su labor, temerosos de que los supervisores los cojan en un respiro fuera de la hora de descanso.
Porque ellos no trabajan directamente para el Gobierno de Ciudad de México, sino que son subcontratados por una empresa cuyo nombre no se atreven a decir. Aunque aseguran que el trato es cordial, las llamadas de atención pueden ser duras si los supervisores creen que no han hecho bien el trabajo y también se les descuenta la jornada de trabajo si faltan un día a laborar. Perder 200 pesos, para estas personas que viven al día, es una tragedia. “La vida está cara y uno tiene que echarle ganas”, explica Rita, quien se alegra de no haber tenido hijos, declara, porque “son muy caros”. Tienen una semana de vacaciones al año y seguridad social, pero resienten no contar con otros beneficios, sobre todo vales de despensa que les permitan agrandar la raquítica canasta hogareña. Esta noche, por ejemplo, Rita solo tomará un pan y café y afirma que comerá algo de fruta y desayuno cuando regrese a casa.
Los chicles mascados forman parte del enorme problema de la basura en una ciudad igual de enorme. La Secretaría de Obras y Servicios de la capital afirma que se recolectan 720 toneladas de residuos cada día en Ciudad de México, un trabajo encargado a 2.700 barrenderos, divididos en 270 cuadrillas de limpieza. Cada una de estas brigadas, según el organismo, recorre alrededor de cinco kilómetros al día, hasta limpiar los 1.116 kilómetros que conforman la red vial primaria chilanga. Debido a ese esfuerzo, la ciudad no luce sucia. La atención está puesta con más ahínco en las zonas turísticas, que generan grandes ingresos al Gobierno local. A pesar de la extenuante labor, Rita y Félix se quejan de que algunas personas no respetan su trabajo: pasan a su lado tirando basura o intentan sortearlos sin prudencia, con riesgo de golpearlos.
Mientras un técnico del servicio público de luz da mantenimiento a una de las lámparas del Zócalo, Rita se tira en el piso helado empeñada en quitar una mancha. Forma también parte de su trabajo, porque al día siguiente esta calzada peatonal debe mostrarse deslumbrante. La mujer raspa con su pequeña pala y un rictus de rabia se le dibuja en el rostro frente a la mancha insolente. Aun le quedan varias horas de trabajo en la fría madrugada, hasta que lleguen sus supervisores y le den el visto bueno a su esfuerzo. Luego se quitará el mono verde y correrá al metro, a la espera que vaya vacío para poder sentarse durante su largo viaje de regreso a casa. Mientras ella avance hacia su destino, comenzarán a llegar a la Madero los primeros turistas, listos para estampar sus gomas de mascar en el reluciente suelo.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS México y reciba todas las claves informativas de la actualidad de este país