El agridulce reencuentro de Ciudad de México con sus museos
Después de cinco meses de cierre, turistas y trabajadores en los museos de la capital se debaten entre el temor y la ilusión de reencontrarse con el arte
La mañana del miércoles 19 de agosto, después de cinco meses cerrado, uno de los museos más diminutos de Ciudad de México estuvo entre los tres primeros en abrir sus puertas al público: la Sala de Arte Público Siqueiros. Se trata de un museo con una fachada blanca y solo tres espacios para exhibición, que pasa casi desapercibido entre las casas de la colonia Polanco. La sala, que hace décadas fue el hogar del muralista mexicano ...
La mañana del miércoles 19 de agosto, después de cinco meses cerrado, uno de los museos más diminutos de Ciudad de México estuvo entre los tres primeros en abrir sus puertas al público: la Sala de Arte Público Siqueiros. Se trata de un museo con una fachada blanca y solo tres espacios para exhibición, que pasa casi desapercibido entre las casas de la colonia Polanco. La sala, que hace décadas fue el hogar del muralista mexicano David Alfaro Siqueiros, abrió sus puertas a las 11 en punto y, a las 11.07, cuando llegó el primer visitante, los trabajadores en la entrada (todos con tapabocas) le ofrecieron gel, lo rociaron con una solución desinfectante y se emocionaron. “Lo recibimos con aplausos,” recuerda conmovido el director, Willy Kautz.
Pero ese día, en taquilla, también se sentía una ausencia. Faltaba entre los trabajadores Alfonso Ochoa, conocido entre sus colegas como don Alfonso, un hombre alto y flaco que trabajó 22 años para la Sala de Arte Público Siqueiros. “Era la cara del museo, la persona que siempre te recibía al entrar,” cuenta su hijo, Ángel, que trabaja en la misma institución.
Todas las mañanas, después de dos horas de trayecto desde Ecatepec, Alfonso Ochoa llegaba a trabajar en la taquilla del museo desde las 10 de la mañana hasta el final de la tarde. Si llegaban estudiantes o personas mayores, les avisaba que ellos no estaban obligados a pagar la entrada. Si iban turistas, les recomendaba otros museos para visitar en la ciudad. “Mi papá entró a la Sala sin saber nada de arte’‘, dice Ángel, y cuenta que don Alfonso trabajaba antes como guardia de seguridad para Coca-Cola. “Luego, cuando veía una revista de Siqueiros, siempre la compraba y la guardaba, y a veces se acercaba a los artistas... así, poco a poco, le comenzó a gustar el arte”. Joel Pérez, uno de sus colegas, recuerda que a Ochoa le gustaba sugerirle a los extranjeros qué exposiciones no debían perderse. “Él sabía qué nueva exposición había salido en el museo de Bellas Artes, o qué estaba en exhibición en el museo de Arte Moderno”, recuerda.
Cuando los museos cerraron sus puertas el 19 de marzo, Ochoa extrañaba a los turistas. “Estaba muy estresado por estar encerrado, y puede que eso le haya afectado’‘, dijo su hijo. Su salud, que ya era frágil, comenzó poco a poco a deteriorarse. Ochoa empezó a sentirse una leve gripe en junio y, hacia final del mes, le faltaba el aliento para hablar. Su familia lo llevó entonces a un hospital cercano en el que no eran permitidas las visitas, porque todos los pacientes eran sospechosos de tener la covid-19. “Mi mamá le pidió que le echara ganas, que lo hiciera por nosotros”, cuenta Ángel. Esa fue la última vez que lo vieron. A los pocos días, los doctores le diagnosticaron pulmonía. Una semana después, el 2 de julio, Alfonso Ochoa falleció tras un paro cardíaco. Tenía 67 años. “Esa semana iba a cumplir 40 años de casado con mi mamá‘‘, cuenta Ángel.
Cuando el museo volvió a abrir sus puertas, al mediodía, los trabajadores hicieron un breve homenaje en honor a Alfonso Ochoa, junto a Lucina Jiménez, la directora del INBA (Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura). “Se encargó durante 22 años de recibir a los visitantes de esta Sala para darles una puerta de entrada,” dijo Jiménez, frente a un enorme mural de la artista Lucía Vidales, Viendo el Monte Calvario, en el que brazos y piernas de cuerpos humanos toman una forma fantasmagórica, casi espiritual, como flotando en un atardecer. “Vamos a dedicarle a él, y a todas las personas que lamentablemente perdieron la vida durante esta pandemia de covid-19, un minuto de silencio.”
Los otros trabajadores
Alfonso Ochoa es uno de los pocos trabajadores del INBA que falleció en los cinco meses en los que los museos de Ciudad de México estuvieron cerrados. La noticia se compartió entre familiares y amigos, pero también se difundió en grupos de WhatsApp que reúnen a más de 800 personas con el mismo tipo de contrato laboral que tenía Alberto Ochoa: el capítulo 3.000.
Bajo este contrato de prestación de servicios, los trabajadores de los museos no cuentan con seguro de salud, a pesar de que muchos han trabajado años en los museos como si fueran parte del equipo indispensable. “Somos personal que está de manera permanente, con horario definido, con un jefe directo, con un lugar fijo en los museos’‘, dijo a El PAÍS Paulina Maya, diseñadora en el Museo Mural Diego Rivera. “Realmente somos trabajadores, pero no tenemos acceso a ninguna prestación.”
Ángel cuenta que su padre tuvo un contrato con seguro de salud durante décadas, hasta el 2016. Ese año, la antigua dirección del INBA le pidió a Ochoa y a otros colegas cambiarse a capítulo 3.000, una situación laboral precaria para adultos mayores como él. “Recuerdo que le preocupaba mucho quedarse sin seguro de salud’‘, dice Ángel. Cuando se enfermó, Ochoa utilizó el seguro público para pensionados, que le permitió ser atendido en el hospital.
Los trabajadores en capítulo 3.000 pueden representar entre el 15 y el 20% del total de los trabajadores en los museos, de acuerdo a sus integrantes. Desde el final del sexenio de Enrique Peña Nieto, varios se han organizado para protestar cuando el INBA se demora varios meses en pagar sus salarios. Pero ahora que se han abierto progresivamente ocho de los 18 museos de la ciudad, una duda es qué va a pasar si se enferman al volver a interactuar con los turistas. “Lo que nos preocupa es el tema de salud,” confiesa Maya, “¿a quién nos acercamos si tenemos síntomas? ¿A dónde me dirijo? ¿Me hago la prueba por fuera?”.
Maya admite que la actual directora del INBA, Lucina Jiménez, ha sido más sensible frente a sus preocupaciones de lo que lo fue la antigua directora durante el Gobierno de Peña Nieto. Jiménez extendió los contratos de tres o cuatro meses a contratos de un año, para dar algo de estabilidad laboral. Cuando llegó la pandemia, Jiménez se encargó de no detener los pagos durante los cinco meses de cierre, independientemente de si los trabajadores podían hacer su trabajo por Zoom o no.
Consciente del riesgo en salud, el INBA también ha intentado buscar soluciones, aunque algo ambiguas, ante la falta de seguro de salud de los trabajadores en capítulo 3.000. “Me llamaron para decir que si había un caso de covid-19 entre nosotros, los del capítulo 3.000, lo notificaremos al instituto y que nos iban a apoyar”, cuenta Maya. “Pero no se dijo qué, ni dónde, ni cómo... No es una instrucción oficial. La cuestión ahí es que muchos de nuestros compañeros no confían en eso. Piensan: ‘¿Les marco y qué? ¿Me van a dar dinero para ir al doctor?”.
Juan Villadiego, quien trabaja para el museo del Palacio de Bellas Artes en el centro de la ciudad, es uno de los trabajadores en capítulo 3.000, y recuerda haber recibido un email del INBAL con un número teléfono para llamar si necesitaban “orientación médica”. Pero como nadie en su museo ha tenido un caso grave de la covid-19, no saben bien “cómo sería ese proceso de ayuda”. Antes de hablar con EL PAÍS, Villadiego le preguntó a sus compañeros en el capítulo 3.000 qué preocupaciones quisieran compartir con la prensa ahora que los museos vuelven a abrir. “Me respondieron varios: ¡¿Y qué pasa si nos enfermamos?!””
La precariedad laboral le preocupa tanto que Villadiego está considerando abandonar su puesto. “Con todo esto, te vas dando cuenta quién eres tú para el museo: un trabajador prescindible,” dice él, a pesar de estar preparando el montaje de una de las exhibiciones más importantes del museo del Palacio de Bellas Artes este año: la primera exhibición del artista italiano Amedeo Modigliani.
Aún con las dudas, Villadiego y Maya consideran que el INBA ha hecho un trabajo considerable para la reapertura, imponiendo reglas estrictas de salubridad en los museos para los trabajadores y para los turistas, e intentando rescatar uno de los mayores atractivos turísticos en la ciudad. Exposiciones como las de Modigliani, o los famosos murales de Diego Rivera, podrían quizá reactivar un turismo en crisis en Ciudad de México, que ha decaído en más de un 50% en los últimos meses.
La nueva curaduría
A las 8.30 del miércoles 2 de septiembre, una pareja de turistas colombianos residentes en Miami se paró frente al Palacio de Bellas Artes, en el centro de la Ciudad de México, para ser los primeros en entrar al museo que ha estado cerrado por meses. El lugar no abriría sus puertas sino hasta las 11 horas, dos horas y media después, pero la pareja no quería correr el riesgo de quedarse por fuera. “No me puedo ir de este país sin conocer el Palacio de Bellas Artes”, le dijo Alfredo Arrieta a su esposa. La pareja repetía en voz alta esa mañana un extraño código que les permitía recordar los nombres de los muralistas mexicanos que esperaban admirar dentro del recinto: “RiSiTa de Oro”. Ri de Rivera, Si de Siqueiros, Ta de Tamayo, Oro de Orozco. “Me pareció genial,” explicó riendo Arrieta. “Era un sueño mío venir acá.”
En la fila de entrada, y luego dentro del museo, después de pasar el ritual del gel y la toma de temperatura, pequeños círculos azules en el piso le sugerían a la pareja cómo debían caminar entre los magnánimos murales del museo en el segundo y tercer piso. “Nos parece que las medidas de seguridad están muy bien, nos sentimos muy tranquilos’‘, opinó Luz Arrieta.
“Tuvimos que conseguir un material especial para pegar esos círculos en el piso, uno que no dañara el mármol del palacio”, explicó a EL PAÍS Cecilia Reyes, una de las trabajadoras del museo que ayudó a diseñar el nuevo recorrido, detrás de su tapabocas azul. “Espacialmente esto ha sido un gran reto. Queremos mantener la sana distancia, pero sin perder la importancia visual del museo.”
La curaduría de los cuerpos se ha vuelto central para los museos que han reabierto en México y el mundo. Los trabajadores no deciden solo qué obra de arte va en qué sala, sino también cuántos cuerpos deben verla al mismo tiempo, o qué recorridos protegen la salud del público. De alguna forma, los cuerpos sanitizados que visitan los museos son ahora tan parte de la exhibición como las obras de arte. El INBA se demoró tres meses en planear todo el protocolo para la reapertura, teniendo en cuenta las experiencias de otros museos europeos que abrieron en verano, como el Louvre en París o el Museo del Prado en Madrid. Además de las medidas de precaución para los turistas, los trabajadores también van a ir al trabajo en grupos más pequeños, escalonados, para evitar los contagios.
El público en el museo del Palacio de Bellas Artes era raquítico en la mañana que abrió. En las dos primeras horas de apertura, no más de una docena de visitantes caminaban entre las obras de Diego Rivera y Siqueiros. Pero los ojos de Cecilia Reyes, quien también trabaja organizando programas especiales para grupos particulares, brillaban al ver entrar a los pocos turistas que se atrevieron a entrar al recinto el primer día. “Me emociona volver a ver a nuestro público’‘, admite. “Esta nueva normalidad también es nueva para nosotros, y queremos también decirle eso a los usuarios”. Al final del día, 160 personas visitaron el museo, uno de los más concurridos en el país. El virus, al menos, no ha matado totalmente la emoción de reencontrarse con el arte.