Mi primera vez | Hoy, Manuel Rivas

La foto de familia

En el álbum solo existe una foto de familia. La única en la que estamos los seis, mis padres con sus cuatro hijos, las dos chicas y los dos varones. Todos estamos serios. En ellos hay, además, una expresión de desconfianza. La cámara registró ese recelo sin disimulo. Todavía hoy se percibe en esa fotografía una vibración de impaciente hostilidad. Era, por decirlo así, una foto oficial. Una foto de familia numerosa. La necesitábamos para pedir becas de estudio. Llovía. Mi padre había hecho una escapada del trabajo y tenía prisa. Se alisó el cabello con las manos, hacia atrás. Es la única foto q...

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En el álbum solo existe una foto de familia. La única en la que estamos los seis, mis padres con sus cuatro hijos, las dos chicas y los dos varones. Todos estamos serios. En ellos hay, además, una expresión de desconfianza. La cámara registró ese recelo sin disimulo. Todavía hoy se percibe en esa fotografía una vibración de impaciente hostilidad. Era, por decirlo así, una foto oficial. Una foto de familia numerosa. La necesitábamos para pedir becas de estudio. Llovía. Mi padre había hecho una escapada del trabajo y tenía prisa. Se alisó el cabello con las manos, hacia atrás. Es la única foto que tenemos juntos, ya lo dije. Sin embargo, no fue la primera.

La primera foto nos la habían tomado años antes. Una mañana de domingo, en verano, en los jardines del Relleno. Es un día festivo. Muy luminoso. Todo el mundo lleva algo de luz este domingo. Mi madre, por ejemplo, un pequeño sombrero con vuelo de tul. Es ella la que toma la iniciativa cuando aparece el fotógrafo. Sí, vamos a hacernos una fotografía. Por fin. Mi madre nos convoca. Nos urge a posar. Es una vergüenza no tener un retrato de toda la familia. Así que no solo es un acto reflejo de felicidad, sino de responsabilidad. Una cuenta pendiente con el destino. Nos coloca. Mira de refilón. El último toque. Ahora, sí. Atención.

Inmóviles, todos miramos al fotógrafo. Es un hombre grueso. Casi tan ancho como alto. Se pasa un pañuelo por la frente resinosa. Parece luchar a la vez con su cuerpo y con su vestimenta. Un traje desafecto, demasiado corto o largo, no se sabe. Forcejea con el nudo de la corbata. Por fin se dispone a disparar. Adelanta el pie derecho. Se inclina levemente. Esa posición le devuelve una cierta simetría al personaje. Sonrían, dice, ¡esto no es un entierro!

Anota su dirección en un pequeño bloc. Mi madre busca el monedero en el bolso. Luego lo abre y extrae el dinero. Son dos operaciones laboriosas, semisecretas. Mi padre permanece distante, con las manos en los bolsillos. Es domingo. La foto estará disponible el martes por la tarde, con seguridad. Así que estamos en la tarde del martes y acompañamos a mi madre. No, mi padre no va en la comitiva. Trabaja todo el día de albañil. Y algunas noches, de músico. Llegamos a un callejón, en el barrio de Santa Lucía. Mi madre comprueba el número en el papel y golpea la puerta. No hay respuesta. Nadie aparece. Golpea más fuerte. En la casa de enfrente, una vieja abre las contraventanas. ¿A quién busca? ¡Al fotógrafo, señora!

La vecina cerró la ventana, con un silencio enlutado.

Volvimos dos o tres días. No había fotógrafo, ni nadie. Los domingos, mi madre exploraba los jardines. Un día lo vio. O creyó verlo. Gritó. Lo persiguió. Pero el hombre grueso tenía la velocidad de la luz. A veces imagino que llega a su casa. Posa la cámara tullida. Abre un cuarto de revelado donde están los recuerdos áureos de todas las fotos que no hizo. Allí estamos nosotros, sonrientes, unidos como nunca.

EVA VÁZQUEZ