Crítica:cine

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En Dejad de quererme (2008), su anterior trabajo, Jean Becker parecía dar un estimulante golpe de timón a la recurrente celebración de la bondad que recorre su ciclotímica filmografía: allí planteaba su discurso sobre el sacrificio a partir de una agresiva renuncia a la empatía. Mis tardes con Margueritte pone, lamentablemente, las cosas de nuevo en su sitio: el sentimentalismo y el gusto por la mentira útil de Conversaciones con mi jardinero (2007) caen sobre la platea con la fuerza de un tsunami en esta historia basada en una novela de Marie-Sabine Roger, cuya lec...

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En Dejad de quererme (2008), su anterior trabajo, Jean Becker parecía dar un estimulante golpe de timón a la recurrente celebración de la bondad que recorre su ciclotímica filmografía: allí planteaba su discurso sobre el sacrificio a partir de una agresiva renuncia a la empatía. Mis tardes con Margueritte pone, lamentablemente, las cosas de nuevo en su sitio: el sentimentalismo y el gusto por la mentira útil de Conversaciones con mi jardinero (2007) caen sobre la platea con la fuerza de un tsunami en esta historia basada en una novela de Marie-Sabine Roger, cuya lectura, a tenor de lo visto, convendría desaconsejar rotundamente a quien no quiera sufrir un letal incremento de almíbar en la sangre.

MIS TARDES CON MARGUERITTE

Dirección: Jean Becker.

Intérpretes: Gérard Depardieu, Gisèle Casadesus, Claire Maurier, Maurane, Jean-François Stévenin.

Género: comedia. Francia, 2010.

Duración: 82 minutos.

Becker imprime un desbordante vigor expresivo a su nuevo ejercicio de cursilería

En Mis tardes con Margueritte, Gérard Depardieu, con el aspecto de Obélix enfundado en un mono de trabajo que le hubiese prestado el espíritu de Fernandel, encarna a (con perdón) un tonto de pueblo con el corazón de oro que verá alimentados su espíritu, su vocabulario y sus tardes de ocio durante sus sucesivos encuentros en el parque con una anciana -Gisèle Casadesus- con pasión por la lectura. Lo que Becker quiere contar es, en definitiva, una historia de amor sin sexo, sostenida sobre la transmisión de conocimiento, que tiene a su particular Humo Negro en una figura materna castradora, una hidra enfundada en un traje de faralaes que parece el perfecto estímulo para la sobreactuación de la actriz Claire Maurier.

Becker imprime un desbordante vigor expresivo a su nuevo ejercicio de cursilería, un trabajo capaz de hechizar, por ejemplo, a los incondicionales de El cartero (y Pablo Neruda), de Michael Radford: su cámara describe el bullicioso microcosmos de su gigante bueno caracterizando a sus secundarios con un solo trazo, pero dejando fuera de plano toda posibilidad de claroscuro. Hijo del fundamental Jacques Becker, el director de Mis tardes con Margueritte abrió su carrera en una estimulante línea de continuidad con la obra del padre: una progresiva puesta al día de los planteamientos del polar que tuvo una alentadora carta de presentación -Un tal La Rocca (1961)- para proponer, más tarde, un cuestionamiento de la mítica viril del género que desembocaría en una serie de estimulantes trabajos como Verano asesino (1983) o Elisa (1994), regidos bajo el signo de lo femenino.

Algo acabó torciéndose en su carrera, probablemente a la altura de la nada desdeñable La fortuna de vivir (1999) -cuyo guión firmaba, por cierto, Sébastien Japrisot-, y la lógica interna de su discurso creativo sucumbió a los riesgos del bucolismo, la nostalgia de la vida sencilla y el buen sentimiento como moneda de cambio.

Gérard Depardieu y Gisèle Casadesus, en Mis tardes con Margueritte.