verano húmedo

Difícil fantasía

Se fijó en ella desde la primera función. Podría soportarla, solo eso era capaz de afirmar. Al verla actuar, concluyó que se trataba de una mujer fuerte y decidida, algo en sí necesario para su profesión; que además se mostrara fogosa ya dependía de él, de su dedicación y habilidad amorosa, de sus ganas de conquista final.

No era joven, no era bella ni tenía una hermosa figura. Oronda, rubia teñida y con la cara maquillada de colores chillones, exhibía sin embargo músculos desarrollados y armónicos, una espalda de hierro, brazos torneados por el ejercicio diario y piernas armadas como l...

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Se fijó en ella desde la primera función. Podría soportarla, solo eso era capaz de afirmar. Al verla actuar, concluyó que se trataba de una mujer fuerte y decidida, algo en sí necesario para su profesión; que además se mostrara fogosa ya dependía de él, de su dedicación y habilidad amorosa, de sus ganas de conquista final.

No era joven, no era bella ni tenía una hermosa figura. Oronda, rubia teñida y con la cara maquillada de colores chillones, exhibía sin embargo músculos desarrollados y armónicos, una espalda de hierro, brazos torneados por el ejercicio diario y piernas armadas como las de un gladiador. Algunos hombres la hubieran encontrado atractiva, él no.

Acudió a ver el espectáculo cada noche veraniega sin faltar una. Primera fila, naturalmente, procurando dejarse ver. Desde el primer día le envió un ramo de flores a su camerino: rosas rojas, para que no hubiera equívocos, rosas de pasión. En las correspondientes tarjetas escribió: "Nunca había visto a una mujer tan magnética", "Pienso constantemente en usted". En la tercera se arriesgó un poco más: "Quisiera conocerla. Recíbame enseguida, se lo ruego".

Lo recibió, un asedio galante a la clásica no suele fallar; en especial si la princesa subida a su almena no es la más bella del reino.

Se conocieron, se sonrieron, se sinceraron durante una cena romántica que él había preparado en cada detalle. El ambiente y el vino hicieron su efecto, y en la última copa le declaró el deseo que lo devoraba, que lo tenía loco, que le hacia dar vueltas en la cama robándole la paz. Ella cedió pronto: bajo la mesa posó su mano sobre la entrepierna de él. Dejaron el restaurante a toda prisa. Había calculado bien: era una mujer exaltada y sensual. En la umbrosa capilla de su sexo él fue el sacerdote de todos los ritos que ella quiso celebrar: se asfixió entre sus senos poderosos, comió de su carne más roja, intentando siempre no pensar. Tras una corta temporada, Valentina era suya y estaba lista para complacer cualquier cosa que él quisiera pedirle; de modo que cuando se atrevió a hablar, ella se echó a reír y no tuvo ningún inconveniente. Le dijo: "Si esa es tu fantasía, mi amor, yo haré que se haga realidad".

Quedaron para la noche siguiente, cuando todo estuviera en calma y nadie pudiera sospechar. Reinaba el silencio. Él contaba los minutos sentado en su localidad de siempre. A las doce en punto Valentina apareció en el recinto vacío vestida con su traje más espectacular. Parecía una diosa entrada en carnes. Se colocó en el centro de la pista e hizo restallar su látigo inmisericorde contra el suelo. Un momento después se oyó un rugido y la leona entró en el círculo iluminado con pasos sigilosos. Su domadora no tuvo ninguna dificultad en tranquilizarla, en colocarla adecuadamente para que aquel hombre maravilloso que era su nuevo amante pudiera montarla al fin y sentir aquel placer brutal por el que tanto había suspirado, intrigado y mentido.

LAURA PÉREZ VERNETTI