Crónica:FUERA DE CASA | OPINIÓN

Tintín y la chica que soñaba

Durante años pensé que los periodistas eran aventureros, viajeros y justicieros. Creía que el oficio era ser corresponsal en cualquier lugar del mundo donde hubiera emociones. Recorrer países en compañía de un marino malhablado, bruto, bueno y gran bebedor. Acompañarte de perros inteligentes, sabios despistados, policías pardillos, enamoradizas cantantes gordas, amistosos sherpas o simpáticos farsantes que supieran moverse por ciudades y continentes en conflictos, guerras o revoluciones. Un universo peligroso, injusto, en perpetua amenaza, entre conflictos y guerras frías. Un mundo raro...

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Durante años pensé que los periodistas eran aventureros, viajeros y justicieros. Creía que el oficio era ser corresponsal en cualquier lugar del mundo donde hubiera emociones. Recorrer países en compañía de un marino malhablado, bruto, bueno y gran bebedor. Acompañarte de perros inteligentes, sabios despistados, policías pardillos, enamoradizas cantantes gordas, amistosos sherpas o simpáticos farsantes que supieran moverse por ciudades y continentes en conflictos, guerras o revoluciones. Un universo peligroso, injusto, en perpetua amenaza, entre conflictos y guerras frías. Un mundo raro, difícil, pero que sabía distinguir el espejismo de la realidad. El bien del mal. Todo era un cuento. También Tintín.

El joven periodista justiciero, el pequeño burgués que nunca envejece, acaba de cumplir ochenta años

El joven periodista justiciero, el pequeño burgués que nunca envejece, acaba de cumplir ochenta años sin mutaciones. Ni se hace mayor, ni echa tripa, ni se hace de la asociación de periodistas europeos, ni se sindicaliza. No se le conocen novias, ni salidas de armarios. Nos hicimos periodistas, pero nunca fuimos Tintín. Tampoco le abandonamos. La masonería de seguidores de Tintín esperamos islas misteriosas, cetros, lotos azules, orejas rotas, bolas de cristal, secretos templos, vuelos remotos, viajes a la Luna, un Tíbet en paz o el final de las guerras por el oro negro. Al menos así pasaba en nuestro cuento. En nuestra seña de identidad, nuestra fe en las mentiras. Una manera de querer seguir siendo de aquella patria que tenía nombre del tebeo creado por Hergé. La línea clara está llena de oscuridades. Mientras Tintín sigue igual, como la vida en una canción de Julio, el mundo se sigue enfrentando con una música mucho más vieja, con una letra tan antigua como la Biblia. Hace años que nadie sabe nada de Tintín. Hoy se podría leer a la luz de una vela. Como lo leyeron unos brigadistas belgas en Albacete.

Hace una intifada, Luis Reyes, viajero, periodista y tintinófilo, dijo que Gaza era el "basurero del infierno". El mismo lugar en que los filisteos -los palestinos- hicieron preso a Sansón y, con el engaño de cortarle el pelo, "le sacaron los ojos y lo llevaron a Gaza". Después le creció el pelo y se puso las botas matando filisteos. Ahora, entre el deseo de venganza bíblico, el razonable miedo a los radicales "filisteos" y el fanatismo ortodoxo, vuelve a ser imposible vivir en Gaza.

Tengo una amiga que vive en Gaza hace veinte años. En su vida madrileña leyó a Tintín, y lo abandonó por Carlos de Foucault. Dejó todo por aquellos desiertos. Ahora espera la evacuación. Cuando la vea le dejaré el libro de esa chica sueca, nuestra heroína del milenio, que está en las antípodas de Tintín y que sueña con una caja de cerillas y un bidón de gasolina. Los niños de Gaza no leen a Tintín, ni a Larsson. Ojalá algún día puedan leer a Maruja Torres. Una amiga.