Crónica:FUERA DE CASA

Aún aprendo

Me escapé de puente sin quitarme las manchas de barro del espectáculo de Miquel Barceló, ese niño revoltoso, feliz y libre. Está en los 50 y parece un pícaro adolescente jugando a los castillos en la playa. Jugar a hacer mundos y después destruirlos. O conservarlos. De los conservados se pueden ver en Segovia, en esa vieja ciudad que se moderniza con alta velocidad, una excelente muestra. En el Museo Esteban Vicente se pasea por lo gozoso, imaginativo, atrevido e inquietante que guardan los artistas viejos. Esos raros crepusculares capaces de pintar sin edad. La pintura no cumple años....

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Me escapé de puente sin quitarme las manchas de barro del espectáculo de Miquel Barceló, ese niño revoltoso, feliz y libre. Está en los 50 y parece un pícaro adolescente jugando a los castillos en la playa. Jugar a hacer mundos y después destruirlos. O conservarlos. De los conservados se pueden ver en Segovia, en esa vieja ciudad que se moderniza con alta velocidad, una excelente muestra. En el Museo Esteban Vicente se pasea por lo gozoso, imaginativo, atrevido e inquietante que guardan los artistas viejos. Esos raros crepusculares capaces de pintar sin edad. La pintura no cumple años.

En la exposición llamada Aún aprendo nos acercamos a artistas octogenarios que se les nota el cachondeo, la vitalidad y la burla. Que siguen siendo jóvenes a pesar de las lentas "efemérides de sus pulsos". Cervantes, que ya no estaba para regocijo de las musas, ni de las otras, fue capaz de escribir en edad muy madura el Persiles. Picasso, en sus últimos años, está más humanamente obsceno; más impúdico, erótico y genital que cuando tenía 20 años. Miró conservó algo infantil, un humor y unas ganas de volar hasta el final. Oteiza mantuvo humor y mala leche, ternura y genio. Y hay más ejemplos, desde Tiziano hasta Cristino de Vera -el jovencito del grupo, que pinta muertes para afirmar vida-, que dan una lección de vitalidad creadora. En sus últimos cuadros entendemos mejor la energía que acompañó en vida a Palazuelo: seguir pintando hasta la muerte con "esa especie de ansia, una preciosidad, porque es casi como una cosa orgiástica, como de desenfreno".

Nada de desenfreno tuvo la pintura de Esteban Vicente. Murió cerca de los cien años sin dejar de pintar ni de buscar el mundo en delicados colores. Con esa elegante y suave manera de buscar la luz, la vida. Fue uno de los grandes del expresionismo abstracto, de la Escuela de Nueva York, y nunca olvidó los colores que ese niño segoviano vio una mañana en el Museo del Prado. Un niño, unos hermanos, Esteban y Eduardo, hijos de un guardia civil que tuvo la civilidad de llevar a sus hijos a ver el mundo en las pinturas del Prado. Dos significados pintores: Eduardo, de la vida madrileña; Esteban, neoyorquino, culto, abierto, cosmopolita que, muerto el dictador, supo regresar y entregar a su tierra lo que ésta no le había dado.

Aún aprendo cuando leo a espíritus tan jóvenes, escritores tan jóvenes como Cristóbal Serra. Demasiado secreto y excelente escritor, maestro de la ciencia asnal, casi tan ibérico como un vasco. Heterodoxo y divertido en sus tanteos crepusculares que le permiten no tener deseos de aquello que una vez dijo su amigo Juan Larrea: "Si sólo se tratase de literatura habría llegado la hora de cortarse no digo la coleta, sino la nuez". -