Crónica:EL ENREDO

De miedo y de risa

HABÍA UNA VEZ, hace mucho mucho tiempo, una aldea cuyos habitantes vivían atemorizados por un ogro que cada cierto tiempo exigía que le fueran entregadas tres vírgenes, dos machotes, seis lápices de colores de madera buena, un jamón de jabugo y cuatro temporadas de House en DVD. Cuando al ogro se le hacía saber que House va sólo por la tercera temporada... ¡Huy, madre mía, cómo se ponía el ogro! Venga a comerse gente. Que si no puede ser, que qué clase de democracia es ésta, que si esto es fascismo puro... El tío bajaba al pueblo, entraba en la cantina dando patadas a los taburet...

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HABÍA UNA VEZ, hace mucho mucho tiempo, una aldea cuyos habitantes vivían atemorizados por un ogro que cada cierto tiempo exigía que le fueran entregadas tres vírgenes, dos machotes, seis lápices de colores de madera buena, un jamón de jabugo y cuatro temporadas de House en DVD. Cuando al ogro se le hacía saber que House va sólo por la tercera temporada... ¡Huy, madre mía, cómo se ponía el ogro! Venga a comerse gente. Que si no puede ser, que qué clase de democracia es ésta, que si esto es fascismo puro... El tío bajaba al pueblo, entraba en la cantina dando patadas a los taburetes, y al primero que pillaba se lo comía sin decir ni Blas. "Tú, por fascista, pues ahora te como". Y se lo comía. Después se subía a una silla y gritaba a la concurrencia: "Suerte tenéis de que yo os defiendo a todos, que si no...". Era un ogro surrealista: primero se comía a alguien, advertía que se podía comer a cualquiera, y luego decía que les defendía de un fascista que les oprimía y que no era él. A veces el ogro se ponía a escribir su pensamiento: venga folios y folios. En general, la gente opinaba que mientras escribía no hacía maldades, pero lo único que interesaba a todos era saber si pensaba comerse a alguien o no. De repente aparecía con cuarenta folios. Treinta y nueve y medio de patatín y patatán, y medio de sí mato o no mato.

El ogro tenía sus leyes: la policía no le podía detener, aunque cometiera delitos, porque si se le detenía era fascismo

El ogro tenía sus propias leyes: la policía no le podía detener, aunque cometiera delitos, porque si se le detenía era fascismo. Mucho menos, por supuesto, se le podía juzgar. Eso ya era la repanocha. "Lo de juzgar es fascismo, aquí y en Vladivostok", pensaba el ogro. De cárcel, ni hablamos. La cárcel era un secuestro propio de fascistas, según las leyes del ogro. En cambio, elegir en silencio una víctima y asesinarla por la espalda, o tenerla en un zulo durante meses, no es fascismo, sino libertad, según el ogro. Cada dos por tres repetía a la concurrencia: "Suerte que os defiendo, que si no...".

Cada cinco o seis años, el ogro ofrecía negociar, proceso que consistía en que, o bien hacían todos lo que dictaba el ogro, o vuelta a empezar, vuelta a comerse gente en protesta por la falta de libertad y tal. El ogro, básicamente, era un zoquete de tomo y lomo, cosa que en sí misma no tiene nada de malo, a qué viene presumir de Premio Nobel, pero las cosas como son: era un zoquete de tomo y lomo, condición que se ponía especialmente en evidencia durante los periodos en que la criatura no se comía a nadie. Cuando mataba, nadie se fijaba en otra cosa. La muerte lo tapaba todo. Cuando mataba, daba miedo. Cuando no, daba risa. Tras periodos de abstinencia, el ogro acababa comiéndose a alguien, porque prefería dar miedo a que se cachondearan de él. En la aldea, a veces se ponían de acuerdo sobre el ogro, a veces no. Y este cuento duró años y años y años y años y años y años y años. Casi todos pensaban: encima de que nos come, la matraca que da.