Crónica:FUERA DE CASA

No somos Kapuscinski

Si hubiera sido Kapuscinski, no me habría dejado aturdir por tantos falsos periodistas, por tantos voceros de la manipulación.

Entre la esperanza y la desconfianza habitual, tomo un taxi a primera hora de la mañana. Demasiadas veces me toca sufrir una emisora que no me gusta, escuchar un comentario que no comparto o soportar una de esas emisoras de búsqueda de clientes. Aunque ya llueve menos en el interior de los taxis. También ahí las cosas están cambiando. Aun así prefiero pasear la ciudad, pero soy víctima de las citas en el otro lado de la ciudad. En fin, como tantos días, hice mi ...

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Si hubiera sido Kapuscinski, no me habría dejado aturdir por tantos falsos periodistas, por tantos voceros de la manipulación.

Entre la esperanza y la desconfianza habitual, tomo un taxi a primera hora de la mañana. Demasiadas veces me toca sufrir una emisora que no me gusta, escuchar un comentario que no comparto o soportar una de esas emisoras de búsqueda de clientes. Aunque ya llueve menos en el interior de los taxis. También ahí las cosas están cambiando. Aun así prefiero pasear la ciudad, pero soy víctima de las citas en el otro lado de la ciudad. En fin, como tantos días, hice mi inmersión en un taxi para cruzar la ciudad. Y no estuvo mal mientras duró.

El taxista tenía una barba corta, una de esas de tantos progres que guardan la marca, pero que la cuidan para no llegar al hipismo. Tenía entre cuarenta y cincuenta años. Y escuchaba una emisora, digamos, de las razonables. No de esas que cada día toman Brunete y quieren entrar a cristianizarnos a garrotazos por la Casa de Campo o así. Era la hora de la tertulia, se hablaba de la huelga de hambre de De Juana Chaos. Cambia a otra emisora, es la misma discusión, con otros matices, con otros oyentes. Una emisora, para mí, mucho más razonable. Ya miré con más curiosidad al taxista. Se dio cuenta, me dijo que él zapeaba bastante. Que, aunque no lo compartiera, le gustaba escuchar lo que opinaban sus contrarios. Me contó sus preferencias radiofónicas, televisivas y lectoras. Era un taxista que leía. Un taxista, un raro, que también seguía los programas de libros, en fin, "hay gente pa to".

Aumentaba nuestra confianza mientras el taxímetro seguía su ascenso. Le pregunté de dónde era. De Alcorcón, me respondió. La continuación de nuestra charla estaba clara. ¿Qué pasaba en Alcorcón?, ¿qué pensaba él de esa south side story y qué creía que realmente estaba pasando en su pueblo? ¿Era tan diferente a otros?

El taxista lo tenía bien claro: manipulación interesada de la realidad. Las peleas, los enfrentamientos, habían sido pocos y se podía asegurar que eran los "normales" entre jóvenes de pandillas. Da igual que sean hispanos, españoles, europeos o africanos. Las peleas eran algo que tenía que ver con la educación, la edad, las drogas, las copas, las chicas o el aburrimiento. Algo que él recordaba de pequeño, que nosotros también recordamos.

¿Qué pasa entonces? ¿Por qué se habla de inseguridad, racismo, bandas organizadas, somatenes o vendettas de algunas faunas irreconciliables que se mueven entre la ciudad y sus márgenes? El taxista de Alcorcón, que vive al lado del lugar del foco de las peleas, que por allí pasea cada día, dice estar seguro de estar asistiendo a una campaña que intenta otra cosa. Desestabilizar a los vecinos, hacerles desconfiar de su ayuntamiento, del ministro, de las fuerzas de seguridad y del Gobierno. Hacer de sus calles campo de enfrentamiento, atizar llamas de descontentos, impulsar los desencuentros y conseguir que los medios aticen esa coctelera para llevar a la primera página lo que siempre ha estado allí. El taxista me siguió argumentando de manera tranquila. Un hombre de Alcorcón, un vecino que se parece a sus vecinos. Un hombre sereno que no quiere dejarse manipular por las radios ni las televisiones, los periódicos, los SMS o los clientes.

Si yo hubiera sido Kapuscinski, no me habría conformado con su versión. La habría tenido en cuenta, incluso le habría pedido que me llevara a su barrio, me habría instalado en ese barrio del sur madrileño. Habría hablado con sus gentes, paseado con su fauna mestiza y me habría acercado a las pandillas.

Si yo fuera, si hubiera sido Kapuscinski, no me dejaría aturdir por tantos falsos periodistas, por tantos voceros de la manipulación, de la desinformación interesada. No soy Kapuscinski, ya lo siento.

Tampoco son Kapuscinski Luis del Olmo o Iñaki Gabilondo. Ni lo es Antonio Mingote. A los tres, una universidad del sur de Madrid, una universidad donde estudian muchos chicos de Alcorcón, les ha reconocido doctores honoris causa. Tres maestros del periodismo que fueron, a su manera, tres chicos de barrio. Tres que aprendieron de la vida jugando al fútbol, jugando a las chapas o pintando monos. Después irían a la universidad o no, sacarían buenas notas, harían de los micrófonos expresión de democracia, perseguirían la verdad con la palabra o con el humor, pero nunca olvidaron que fueron unos chicos de la calle. Da igual Ponferrada, Donosti o Madrid. Ellos también son de las afueras de Varsovia. Ellos también podían haber sido ese adolescente que a los doce años, en vez de escribir notables cartas como James Joyce, "corría por el campo en pos de las vacas y no había leído un solo libro". Quizá sí habían leído algún libro y no corrían por el campo, pero sí sabían lo que era una vaca. Muy pronto intuyeron que al lado de la escuela, de la universidad, estaba la vida y había que saberla contar. Vivirla para contarla. Ellos también son una parte de Kapuscinski.

De ellos aprendimos muchos. De ellos, de Kapuscinski y de las gentes como un taxista de Alcorcón. Hoy también soy un periodista, un ciudadano al que un taxista de Alcorcón le ha devuelto un poco de confianza en la lucha contra los manipuladores de la información. Aunque él tampoco sea Kapuscinski.