Reportaje:LECTURA

La socialdemocratización del PSOE

Francisco Bustelo escribe sobre los primeros años en democracia de los socialistas

La democratización del PSOE se hizo de modo tardío, por la existencia misma del franquismo que impidió una evolución más normal. Lo cuento aquí porque fue mi última actuación política y porque la versión oficial de lo que sucedió no es muy exacta. Que el PSOE tenía que abandonar el marxismo era evidente, ya que, salvo él, no había ningún otro partido socialista en Occidente que no lo hubiera hecho. Lo pudo hacer de varias maneras, pero se efectuó de un modo traumático, aunque al final el partido saliera fortalecido, pese a algunas deficiencias que se dejarían sentir a largo plazo.

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La democratización del PSOE se hizo de modo tardío, por la existencia misma del franquismo que impidió una evolución más normal. Lo cuento aquí porque fue mi última actuación política y porque la versión oficial de lo que sucedió no es muy exacta. Que el PSOE tenía que abandonar el marxismo era evidente, ya que, salvo él, no había ningún otro partido socialista en Occidente que no lo hubiera hecho. Lo pudo hacer de varias maneras, pero se efectuó de un modo traumático, aunque al final el partido saliera fortalecido, pese a algunas deficiencias que se dejarían sentir a largo plazo.

Aun cuando desde sus orígenes, en sus principios y resoluciones, el PSOE se guiaba por el marxismo, nunca se había hecho referencia expresa a ese término. Se hizo por primera vez en 1976, en el primer congreso que celebró el PSOE en España desde la Guerra Civil y al que, paradójicamente, asistieron dirigentes socialistas de primera fila de casi toda Europa, encabezando algunos de ellos 46 delegaciones de partidos afiliados a la IS. Con tanta parafernalia, nadie prestó atención a la resolución política aprobada, la más radical de toda la historia del PSOE. Durante dos largos años y hasta el siguiente congreso el PSOE se caracterizó así por ser el partido más a la izquierda de todos los que había en Europa. Felipe González, para enderezar esa situación, hizo las cosas mal. Engreído como estaba, con todo el poder del partido en sus manos, en lugar de ir difundiendo entre sus fieles la idea de que la resolución política del siguiente congreso, que habría de celebrarse estatutariamente en 1979, tenía que ser de otro tenor, ni corto ni perezoso, en una reunión con periodistas celebrada en 1978 en Barcelona, manifestó que había que arrumbar el marxismo al rincón de los trastos viejos. En realidad, sus palabras textuales fueron: "Pienso presentar en el próximo congreso la propuesta de que se quite la palabra marxismo de la declaración programática del PSOE". Muy probablemente se vio influido en esa posición por Miguel Boyer, que entonces gozaba de gran predicamento con Felipe González y no se recataba en manifestar que el marxismo era una ideología decimonónica superada.

Los ocho primeros años de gobierno de González fueron positivos: consolidó la democracia, supeditó el Ejército al poder civil, el papel de España en el mundo mejoró, contribuyó al avance de la mujer y se entró en la Unión Europea
Entonces se hablaba mucho y sin fundamento de los abundantes dineros que llegaban al PSOE, cuando el único partido que recibía una cuantiosa ayuda exterior era el PCE
Si hubiéramos ganado los críticos en 1979, con la democracia por consolidar y buena parte de la opinión en contra, es difícil que los socialistas hubiéramos vencido en 1982

Es posible que ello fuera cierto, pero el PSOE no había superado esas ideas. Todavía quedaba en el partido socialista mucho rescoldo izquierdista de sus cien años de historia. Además, González -al querer imponer su punto de vista frente a la decisión mayoritaria de un congreso- cometió un segundo error de bulto, que casi le costó su carrera política y que únicamente en el último minuto, gracias sobre todo a la incapacidad de quienes éramos sus oponentes, pudo enderezar en su favor.

Una bomba en el partido

Las declaraciones de González cayeron como una bomba en el partido, pues se seguía pensando que el primer secretario pertenecía al ala izquierda del socialismo y nada ni nadie habían preparado a los militantes para recibir un choque de esa índole. Además, el método elegido no parecía idóneo. González ni siquiera había consultado a los demás miembros de la Comisión Ejecutiva, con lo que a la cuestión de fondo se sumaban unos aspectos de forma harto discutibles.

Llegó el congreso de mayo de 1979, fui elegido delegado de mi agrupación madrileña de Chamberí -entonces todavía cada agrupación local elegía a sus representantes en los congresos-, participé activamente en la comisión política, conseguí que se aprobasen en ella casi siempre mis puntos de vista y, al igual que en Suresnes en 1974, fui elegido ponente para presentar y defender en el pleno del congreso el proyecto de resolución redactado por mí a la vista de los debates en comisión.

Aquella resolución era bastante menos radical que la aprobada por los felipistas en 1976, aunque se conservara la referencia al marxismo. Sin embargo, se produjo el drama, inesperado para todos los que allí estábamos. González se manifestó incompatible con esa resolución, a cuya discusión no había asistido, por cierto. Sólo apareció un momento en la comisión política donde se aprobó el texto. Se sentó a mi lado y me dijo que en el congreso se estaban diciendo y haciendo disparates. Le manifesté mi opinión contraria, se levantó y se fue. Fue la última vez que hablé con él de política.

En un ambiente crispado defendí en el pleno la controvertida resolución, y, todavía no sé muy bien por qué, obtuve en mi intervención, muy breve, pues no llegó a quince minutos, un gran éxito. Encendí los ánimos de mis correligionarios con un discurso improvisado, que siento no recordar exactamente y que no sé si obrará en los archivos del PSOE. Sin duda tuvo su parte de demagogia, al menos visto desde la perspectiva actual, pero no había engaño de mi parte. Lo que decía me salía de dentro y, desde luego, tocó fibras sensibles de los allí reunidos. La mayor parte de los delegados, además de aplaudirme a rabiar, acabaron en pie cantando la Internacional.

González había dicho a los demás miembros de la dirección -me lo contó Luis Gómez Llorente- que tenía preparada una intervención para acabar conmigo y con mi resolución. Ante la respuesta que suscitó la defensa mía de la ponencia no hizo, sin embargo, uso de la palabra y la resolución política quedó aprobada por amplia mayoría.

González, al parecer sin hablar de esa cuestión con los demás dirigentes, declaró que no se presentaría al cargo de secretario general y pidió que ninguno de los que le apoyaban figurara en lista alguna. Por cierto, en la resolución sobre organización se había cambiado el nombre de primer secretario por el de secretario general, que gustaba más a González, a quien tampoco le agradaría después que en el extranjero le llamasen primer ministro, pues nunca se consideró un primus inter pares.

Desorientación

Los críticos, desorganizados como estábamos -el nombre me lo había inventado yo a falta de otro mejor y ha sido mi contribución más importante a la cosa pública, pues el término hizo fortuna y quedó incorporado a la jerga política de nuestro país- y sin haber previsto nada semejante, no sabíamos qué hacer. Nuestro objetivo, antes de que comenzara el congreso, era conseguir como mucho una ejecutiva amplia y con el mayor número de militantes de peso, encabezada, desde luego, por González, pero en la que ni siquiera figuraba yo. Se acabó el plazo de presentación de las candidaturas a la Comisión Ejecutiva, y José Federico de Carvajal, presidente del congreso, informó a los desolados delegados de que se había creado una situación sin precedente y que no sabía muy bien qué hacer.

Se sucedieron las intervenciones en el pleno, con opiniones mayoritarias de que el partido no podía salir del congreso sin dirección. Nada se sacaba en limpio hasta que sin consultar a nadie pedí la palabra, dije que estábamos en una contradicción flagrante, pues la mayoría de los delegados quería dos cosas encontradas: mantener la resolución política aprobada y reelegir a González como secretario general. Como este último no había atendido las muchas peticiones de que modificara su postura, sólo cabía una solución: elegir una dirección compatible con la resolución política. Si el congreso así lo pedía -y solicité a Carvajal una votación- y se ampliaba en unas horas el plazo de presentación de candidaturas, yo estaba dispuesto a presentar una lista.

Carvajal sometió mi propuesta a votación y con gran sorpresa de todos, y desde luego mía, se aprobó por un 60% de votos favorables. Es decir, parecía que el congreso estaba dispuesto a apoyarme si me presentaba encabezando una comisión ejecutiva. Habíamos ganado y teníamos a nuestro alcance la posibilidad de dirigir el partido.

Pero las cosas, ¡ay!, no eran ni mucho menos tan sencillas. Carvajal manifestó que se abría un nuevo plazo de unas pocas horas para presentar candidaturas y levantó la sesión. Inmediatamente me reuní, en el rellano de una escalera, pues ni siquiera contábamos con un despacho, con Gómez Llorente y Tierno. Yo estaba dispuesto a presentar una candidatura, tal como había anunciado a los delegados. Dije, además, que como secretario general podíamos ir cualquiera de los tres. Había una razón de peso para que no lo fuera yo, a saber, que mientras Gómez Llorente y Tierno eran diputados, yo era senador y convenía que el máximo dirigente del partido estuviera en la Cámara baja para poder intervenir en los debates importantes.

Desde el primer momento ambos manifestaron sus dudas, que se fueron intensificando conforme pasaban las pocas horas de que disponíamos. Hablé con bastantes compañeros, y si bien unos me animaban, en otros, como en el caso del catalán Reventós, con el que tenía buenas relaciones, sólo encontré hostilidad.

Las razones de Gómez Llorente para que los críticos nos abstuviésemos se basaban en que, aun si salíamos elegidos, no contaríamos con apoyo suficiente para dirigir el partido. El grupo parlamentario, por ejemplo, estaba mayoritariamente en contra de nosotros. Esas razones eran de peso, claro está. Muestra del ambiente adverso que existía contra nosotros fue el anuncio de los funcionarios del partido que trabajaban en la sede central de que se pondrían en huelga si nosotros salíamos elegidos. Aquello era a todas luces disparatado, y si a veces me arrepiento de que no probáramos fortuna es, entre otras cosas, por no haber tenido la posibilidad de poner a todos aquellos apparatchiki en la calle.

Los motivos de Tierno para que no presentásemos una candidatura fueron más variados, e iban desde la popularidad de González hasta el cese de las ayudas financieras de los partidos hermanos, pasando por un recrudecimiento del terrorismo. Salvo la primera, las demás razones no tenían ninguna base, puesto que la asistencia económica que se recibía era escasa, aunque entonces se hablara mucho y sin fundamento de los abundantes dineros socialdemócratas que llegaban al PSOE, cuando el único partido que entonces seguía recibiendo una cuantiosa ayuda exterior era el comunista. Tampoco el hecho de que la dirección del PSOE pasara a ser desempeñada por personas más de izquierdas iba a incrementar el terrorismo de extrema derecha, que se movía por parámetros más generales.

Tierno, un hombre singular

Pero Enrique Tierno fue siempre un personaje harto singular. Le gustaba sobremanera ser el principal protagonista allí donde estuviera. En aquel polémico congreso no lo era, y, por eso, aunque fuera inconscientemente, para cobrar mayor relieve adujo razones sorprendentes, que ya digo no parecían de peso y que a los demás no se nos habían ocurrido.

Ante tanta negativa, y pese a mi opinión contraria, no presentamos ninguna candidatura y el 28 Congreso del PSOE se cerró, por primera vez en su historia, sin la elección de una comisión ejecutiva que dirigiera el partido y con la designación de una comisión gestora para que se hiciera provisionalmente cargo de la dirección y convocara a los pocos meses un congreso extraordinario, que se celebró en septiembre de ese mismo año de 1979.

Allí, el triunfo de González fue sonado, pues los críticos, a quienes esta vez nos encabezaba Luis Gómez Llorente -ya que yo estaba quemado-, sufrimos una derrota monumental, pues sólo sacamos el 7% de los votos de los delegados frente al 85% que obtuvo la candidatura de González. Derrota tan estrepitosa se explica por dos motivos. En primer lugar, los partidarios de Felipe González, tras unos primeros momentos de desaliento, habían reaccionado después de lo ocurrido en mayo de ese año, y, bajo la dirección de Alfonso Guerra, se habían preparado muy bien, en una labor silenciosa y eficaz. Nosotros, en cambio, nos habíamos dedicado a hacer declaraciones a troche y moche, con un trabajo mucho menos intenso dentro del partido, que era el que decidía. Decidía, además, en circunstancias que se habían modificado notablemente entre el congreso ordinario y el extraordinario.

En el primero de ellos, aunque la noticia fuera la negativa de González a ser secretario general, casi tan importante fue la modificación de los estatutos del partido. Hasta entonces, en todos los congresos, cada agrupación local designaba a su delegado o delegados. En esa época, el número de agrupaciones socialistas en todo el país no llegaba al medio millar, con lo que era factible tal sistema de representación. Pero en el 28 Congreso, Alfonso Guerra, aduciendo que el número de agrupaciones locales estaba creciendo, logró que se aceptara que a partir de entonces las delegaciones a los congresos fuesen por federación y no por agrupación. En el congreso ordinario de mayo había un millar de delegados de cerca de cuatrocientas agrupaciones, cada una con derecho a voto, el cual valía tanto como el número de militantes de esa agrupación. Así, en promedio, cada voto expresado en aquel congreso, habida cuenta de que el PSOE tenía entonces unos cien mil militantes, se computaba por 250. En cambio, tras las modificaciones de los estatutos, en el congreso extraordinario de septiembre sólo hubo poco más de 400 delegados, reunidos en 67 delegaciones, cada una de ellas con un peso de 1.500 militantes por término medio. No obstante, en este último aspecto se registraban grandes diferencias, pues la federación andaluza, que encabezaba Alfonso Guerra y que era la más numerosa, englobaba a casi treinta mil militantes. Por tanto, cuando Guerra levantaba su tarjeta de voto, decidía en un 30% el resultado de la votación. Los socialistas andaluces con opiniones minoritarias no tenían posibilidad alguna de hacerlas valer.

La menor democratización del partido se tradujo en el resultado que finalmente arrojaron las singulares peripecias que registró ese año de 1979 el socialismo español. Lo ocurrido fue el último sobresalto de un partido que se encontraba encerrado en una contradicción grande. Por un lado, fiel a su historia y sus principios, quería seguir siendo un partido de izquierdas, incluso pasándose de la raya y manifestando su izquierdismo en tomas de posición que no se correspondían con los tiempos. Claro está que esas resoluciones, como se había comprobado entre 1974 y 1979, no surtían efecto alguno en la práctica, pues el PSOE no era ni es el único partido en el que una cosa es lo que se aprueba en los congresos y otra muy distinta es lo que luego se hace. Pero constituían un desahogo apreciado por los militantes.

Juntamente con ese izquierdismo, hasta cierto punto de labios para fuera, había una gran admiración y aprecio por quien había estado cinco años a la cabeza del partido. Los militantes querían tener a González como secretario general, no en la proporción del 90% que se manifestó en la votación de septiembre, poco representativa por la concentración del voto ya señalada, pero sí en una relación de dos tercios o más. Aquella contradicción se resolvió como es sabido y como aquí queda contado. En principio no parecía mala solución, ya que el PSOE se recompuso, recibió muchos aplausos nacionales e internacionales, González apareció como un gran político y estadista, y tres años después los socialistas obtuvieron una sonada victoria en las elecciones generales.

Sin embargo, no era oro todo lo que relucía y los defectos inherentes a aquella evolución acabaron haciéndose patentes al cabo de los años. Pero hay que decir, sin ambages, que los llamados críticos tuvimos bastante culpa. La imagen que dimos fue de una excesiva radicalización, que ni se correspondía con la situación económica, social y geográfica de España ni era lo que quería la mayor parte del país. Tampoco puede decirse que fuéramos unos insensatos, pues ni Tierno ni Gómez Llorente ni yo mismo éramos personas absurdas o ignorantes. Ni en la alcaldía de Madrid, Tierno resultó ser un peligroso extremista; ni, más modestamente, lo fui yo como rector de la Universidad Complutense. Como vicepresidente del Congreso de los Diputados, Gómez Llorente fue todo un ejemplo de mesura y saber hacer. Pero es cierto que en 1979 no acertamos a ofrecer buena imagen, ni, llegada la hora de la verdad, atinamos a encontrar una salida viable que reforzara nuestra posición, aunque fuera como minoría. (...)

Balance positivo

Aunque entonces quedé frustrado, con el tiempo he llegado a pensar que, una vez hecho el equivocado planteamiento del asunto por Felipe González, lo mejor que le pudo ocurrir al PSOE y al país fue su triunfo. Si hubiéramos ganado los críticos, con la democracia todavía poco consolidada y buena parte de la opinión pública en contra, es difícil que los socialistas hubiéramos podido ganar las elecciones de octubre de 1982. Además, quién sabe si no nos hubiesen achacado, por causa de nuestro izquierdismo, los atentados desestabilizadores de unos y otros. Sólo diez días después de que acabara el polémico congreso socialista de mayo de 1979, ETA asesinó al teniente general Gómez Hortiguela y a sus ayudantes. No estaba el país, ciertamente, para radicalismos, como demostraría tres años después el fallido golpe militar del 23-F. Sí pienso que Felipe González quiso mandar demasiado, cuando por eficacia y por democracia hubiera sido más lógico que encabezara una dirección en la que estuviesen representadas todas las corrientes y no sólo la felipista. Pero eran tiempos difíciles, y González, no sé muy bien si por perspicacia política o por afán de poder, prefirió jugárselo todo a una carta. Le sonrió la fortuna y acabó ganando.

Sus ocho primeros años de gobierno fueron positivos: consolidó la democracia, supeditó las fuerzas armadas al poder civil, entró en la Unión Europea, mejoró el papel internacional de España, contribuyó a la emancipación de la mujer, y logró mejoras sociales y económicas, aunque éstas pudieron ser mayores. También es verdad que en los cinco años últimos de su presidencia se dejaron sentir los defectos de un líder que no escuchaba y se rodeaba de incondicionales. Con otro proceder por su parte en 1979, esos defectos hubieran podido quizá subsanarse.

Como conclusión, la perspectiva histórica permite afirmar que el PSOE y su líder indiscutido durante tantos años desempeñaron un papel positivo en la transición y el afianzamiento de la democracia. Defectos hubo, claro es -oportunismo, hiperliderazgo, corrupción, olvido de la memoria histórica, triunfalismo-, pero hoy pienso que el activo fue claramente superior al pasivo.

Francisco Bustelo imparte clase en la universidad en diciembre de 1980.MARISA FLÓREZ

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