Carta abierta de Sancho al lector de 2005

Artículo del profesor del área de Literatura Española del departamento de Filología Hispánica, Gregorio Torres. Este catedrático dirige el curso "Lecturas y lectores del Quijote" del programa de Doctorado "Estudios Filológicos".

El horizonte manchego se muestra inmenso y monótono a la vista, desde la ventana enrejada del camaranchón de la casa de mi amo, que Dios lo tenga en su gloria. Mirar de fijo y por un buen rato los terrones del camino incandescente por el sol de la siesta produce dolor en los ojos ya cansados de la edad y hasta se diría, cuando los entrecierro por la fuerza del ...

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Artículo del profesor del área de Literatura Española del departamento de Filología Hispánica, Gregorio Torres. Este catedrático dirige el curso "Lecturas y lectores del Quijote" del programa de Doctorado "Estudios Filológicos".

El horizonte manchego se muestra inmenso y monótono a la vista, desde la ventana enrejada del camaranchón de la casa de mi amo, que Dios lo tenga en su gloria. Mirar de fijo y por un buen rato los terrones del camino incandescente por el sol de la siesta produce dolor en los ojos ya cansados de la edad y hasta se diría, cuando los entrecierro por la fuerza del fuego de arriba, que se deja ver como un polvillo humeante salido de las patas de un caballo y sobre él un jinete que trota, fantasmal, hacia el horizonte que no se sabe dónde se quiebra. Así, como ahora, salimos la primera vez él y yo. Dicen que don Alonso había dado en loco porque hacía lo que otros muchos no hacen ni harán jamás: primero leer, leer mucho, con pasión, con atención, con entrega. Pocos de mis paisanos han tenido voluntad y capacidad para leer los libros que recogen la vida de Amadís, de Palmerín, de Belianís, de Esplandián, de Lisuarte, de Olivante como mi señor don Alonso, y menos han sido en el mundo los que tanto se han identificado con las ejemplares conductas de tales caballeros que quisieran imitarlas en todo y por todo, ya fuera en amar limpiamente a sus damas sin defraudarlas jamás, ya en acudir prestos a enmendar cualquier tropelía que el fuerte hiciese al débil, y a castigarlo aunque luego se escondiese en el mismo centro de la tierra. Mi señor—bien lo sé para mí, pero disgustará que lo diga— era un santo, de puro bueno, y el hombre con la razón mejor puesta que he conocido. Pero para ellos, para todos ellos no era más que un loco, y que si Dios no se hubiese apiadado de él, como lo hizo, llevándoselo a su lado, la familia de aquí abajo hubiese tenido que ingresarlo en el hospital de locos de Toledo o de Ciudad Real, en donde hubiese habido menor lista de espera. Pero, ¡juro por Dios, lector de dentro de cuatrocientos años, que mi amo jamás estuvo loco! ¿O es que tú también piensas que se puede despreciar por loco a quien sale generosamente al camino para ayudar a unos y a otros y, sobre todo, para sembrar un ideal?

Para mí que su error fue no darse cuenta de que sus conciudadanos no tenían su misma capacidad de ilusionarse, que, más que encantados, estaban desencantados del diario vivir. Mi señor don Alonso quiso echar los granos de una hermosa utopía en los surcos y besanas que estaban cerrados de puro resecos. Fue por los caminos con la verdad—su verdad—ofrecida a todos, y aquella verdad, como su orinado peto y su quebrada lanza, se le fue haciendo poco a poco desengaño. Y eso que no le dio tiempo a enterarse (no se lo quise decir para no amargarle más los que fueron sus últimos días) de que fue el bachiller Carrasco, que se fingía su mejor amigo, el que le ocasionó el peor de los disgustos en la playa de Barcelona, que era como una infinita Mancha de agua salobre y amarga. Ni vivió loco ni murió cuerdo, como se empeñó en decir por el pueblo el hipócrita de Sansón, a quién Dios confunda por su mala trapacería. Se la tenía jurada a mi señor desde aquella ocasión en que lo tiró del caballo. ¡Cuántas veces don Alonso perdonó los golpes recibidos y qué poco que perdonan y olvidan los demás! Yo mismo me doy golpes de pecho porque algunas veces no entendí a mi señor y creí, como todos, que andaba muy lejos de sus cabales. Pero ahora que estoy repasando lo que sobre él escribió aquel soldado que nos enseñó a todos a hablar, me doy cuenta de que solo una idea fija le hizo moverse por en medio de la incomprensión y la burla general: replantar un mundo hermoso, coherente, armónico, en el que había soñado, sobre los terrones informes de un erial de fealdad, de incoherencia, de desarmonía. Él hablaba mientras a su alrededor el coro rebuznaba. Ésa fue la que dieron en llamar su locura. ¿No te parece, lector de dentro de cuatrocientos años, que más bien fue la heroica, casi santa cordura de un buen hombre entre tantos mezquinos y mediocres, que no supieron estar a la altura de las circunstancias?

Don Quijote y Sancho PanzaUEx