Necrológica:EN MEMORIA DE MARCELO GONZÁLEZ MARTÍN

'Homo tamen'..., y sin embargo hombre

La providencia, a través del canónigo toledano Santiago Calvo, quiso que llegase a casa de don Marcelo, en el pueblo palentino de Fuentes de Nava, cuarenta minutos antes de que muriera. Pude acompañarle en su serena agonía y tuve tiempo de hacer un recorrido por las vivencias con él compartidas.

Conocí al cardenal González Martín gracias a un afortunado conflicto del que surgió una sincera amistad. Sin embargo, no siempre fuimos amigos. Cuando en mi primer año como presidente de Castilla-La Mancha tuve que ajustar las fiestas religiosas al calendario oficial, suprimí sin advertirlo la f...

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La providencia, a través del canónigo toledano Santiago Calvo, quiso que llegase a casa de don Marcelo, en el pueblo palentino de Fuentes de Nava, cuarenta minutos antes de que muriera. Pude acompañarle en su serena agonía y tuve tiempo de hacer un recorrido por las vivencias con él compartidas.

Conocí al cardenal González Martín gracias a un afortunado conflicto del que surgió una sincera amistad. Sin embargo, no siempre fuimos amigos. Cuando en mi primer año como presidente de Castilla-La Mancha tuve que ajustar las fiestas religiosas al calendario oficial, suprimí sin advertirlo la festividad de San José. Don Marcelo no quiso ser indulgente con el error y publicó una pastoral de la que aún recuerdo su dureza con quien, sin duda, él imaginaba un peligroso iconoclasta. ¿Qué será capaz de hacer con otros santos -se preguntaba- si al de su nombre lo destierra del calendario festivo? Una entrevista entre los dos, con motivo de este asunto, fue el inicio de una sólida relación.

Nos conocimos con una carga importante de prejuicios y recelos: don Marcelo era el cardenal que ofició el funeral de Franco y yo un socialista que había luchado contra la dictadura del general.

Habrá quien se sorprenda y hasta quien se moleste porque un cardenal y un socialista se lleven bien. Quizá sean, como dice Pessoa, del tamaño de lo que ven, y sólo aciertan a ver en su pequeñez lo que separa a los hombres. Otros, mostrando falsa suficiencia esbozarán la sonrisa de un desdén mal disimulado. Ahora que don Marcelo ya ha cerrado los ojos para siempre me agrada hacer público lo que me dijo cuando me nombraron ministro de Defensa: "Quizá la luz del saber y de la fe lleguen algún día a confabularse para que no cerremos los ojos ni los corazones y sepamos descubrir que el futuro pasa por la fraternidad y el entendimiento universal". ¡Que aprendan clérigos y políticos intransigentes!

En un descanso del Consejo de Ministros repaso estas líneas que se publicarán el día de su entierro y que pretenden ser testimonio de quien no desea que, entre una emboscada de prisas y urgencias, quede oculta la persona de don Marcelo. No se enciende una lámpara para ponerla debajo de un celemín (Mateo, 5, 14-15).

Mientras velaba su cadáver leí una placa de gratitud del barrio de San Pedro Regalado de Valladolid. Don Marcelo pidió personalmente limosna por las calles y consiguió ayudas para construir más de 1.000 viviendas para personas poco pudientes. Él tampoco murió rico; murió en su casa que no era suya, sin riqueza alguna.

No era divino, sino inmensamente humano. Algunos curas le creían un fiero león cuando les amonestaba, pero pronto se convertía en cordero; como el día que llamó, con inusual humildad, a su secretario para que supiera perdonarle sus arrebatos y sus gritos.

Don Marcelo pertenece a la saga de los Portocarrero, el maestro de ceremonias en el funeral de los Austrias; a la estirpe de Cisneros, a la de su antecesor Payá y Rico, en cuya lápida funeraria tras enumerar méritos y dignidades, se añade la expresión latina de Homo tamen (y sin embargo hombre).

Era tan humano como denota el amargor con que recibió su obligada jubilación: "Estoy muy bien para seguir, pero no me dejan... ahora seré un cardenal emérito que es aproximadamente lo mismo -se condolía- que un sacristán a la intemperie".

Su voz ha sido fuerte y alta, propia de quien es firme en sus convicciones y duro para el combate dialéctico, pero también delicado y sentimental en el afecto. Siempre fue por derecho. Era de los que se les ve venir: noble.

Don Marcelo ha sido un español de una pieza. No era un diplomático de curia, ni experto en finuras, distancias y protocolos. No era hombre de componendas... Tenía criterio y lo defendía con autonomía.

En España no somos demasiado aficionados a resaltar los méritos de nuestros semejantes. Muchas veces buscamos la baja complicidad del celemín y despreciamos la altura del candelabro.

No cabe el olvido ni el prejuicio sectario o laudatorio hacia quien, por ejemplo, cumplía lo que decía. Un día se comprometió conmigo a presidir la ceremonia religiosa en Aquisgrán con motivo de la entrega del Premio Carlomagno al presidente Felipe González. Fuertes presiones de eclesiásticos antisocialistas le empujaban a no asistir. "Usted me dio su palabra, don Marcelo", le dije. "No se hable más, allí estaré, aunque reviente algún fraile". Y estuvo.

Me contó don Marcelo que a punto de jubilarse entró en la Sala Capitular de la catedral, se sentó, y rodeado de los retratos de sus predecesores ya fallecidos, meditó acerca de la rapidez con que pasa la vida y la gloria del poder. "Dentro de un tiempo -me dijo- cuando ya no estemos en este mundo, otras generaciones nos juzgarán. Lo harán con la distancia que impone la ausencia, pero, quizá también, con más clemencia de la que solemos dedicar a nuestros contemporáneos".

Algo que permanecerá imborrable en el recuerdo de don Marcelo es su palabra, de una elocuencia casi irrepetible. Dice un viejo Manual de predicadores que "si la palabra no nace caliente de virtud no calentará a los oyentes"... y a don Marcelo su predicación le salió siempre abrigada, vehemente y segura. El cardenal, lejos de practicar un allanamiento gratuito de los conceptos, los expresaba con una convicción no exenta de generosidad. Fue un conversador excepcional, con un verbo atinado y preciso. Sabía hablar, conversar, preguntar, y -cualidad excepcional- escuchar. En definitiva, sabía pensar. Tenía una secreta fuerza que invitaba a la creencia, incluso en aquello que no siempre acertamos a nombrar.

Con estas notas y pensamientos alborotados por la urgencia de la publicación, deseo rendir homenaje a quien quiso y supo pasar su vida predicando a la luz de unos valores que se enunciaron hace más de 20 siglos y que hoy siguen vigentes y sirven a millones de hombres y mujeres para seguir buscando la paz y la verdad, sabiendo que la única solución está en el amor.

Gracias, don Marcelo, porque como usted dice compartimos "la fe en la esperanza". Esperanza de que los pobres, los justos, los limpios de corazón, los que sufren, los pacíficos, han de ser bienaventurados aquí también, en la Tierra.

Descanse en paz, don Marcelo. Le deseo el descanso y la felicidad eterna que merece quien confió firmemente en vivir para siempre.

José Bono es ministro de Defensa.

Marcelo González Martín.

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