La muerte de Dios
Es una de las grandes piezas del teatro contemporáneo (París, 1962): de una época en que reinaba el teatro del absurdo, en el que se hablaba de "obra abierta" y de la colaboración del espectador en su interpretación. Esta del maestro del absurdo, que ya se estaba separando de él y accedía a lo narrativo, tiene todas las interpretaciones posibles, aunque ya se salía del absurdo. Han pasado cuarenta años y un montón de ideas han perecido (pocas han nacido: se piensa sobre el vacío anterior) y los directores, los analistas, los profesores han hecho mil estudios sobre el autor y sus personajes. An...
Es una de las grandes piezas del teatro contemporáneo (París, 1962): de una época en que reinaba el teatro del absurdo, en el que se hablaba de "obra abierta" y de la colaboración del espectador en su interpretación. Esta del maestro del absurdo, que ya se estaba separando de él y accedía a lo narrativo, tiene todas las interpretaciones posibles, aunque ya se salía del absurdo. Han pasado cuarenta años y un montón de ideas han perecido (pocas han nacido: se piensa sobre el vacío anterior) y los directores, los analistas, los profesores han hecho mil estudios sobre el autor y sus personajes. Ante esta obra inquietante, dolorosa, con humor / dolor en cada escena y en cada frase, yo pienso en la muerte de Dios. El Omnipotente, el Absoluto ve morir su creación, deshacerse su reino y los campos, los hombres. Antes de morir él, Bérenger -lógicamente traducido por Berenguer I-, muere su creación. Hay personas, sin embargo, que lo que ven es la muerte del hombre: Dios le abandona y el máximo poder de la tierra agoniza.
El rey se muere
De Eugène Ionesco. Traducción: Antonio Martínez Sarrión. Intérpretes: Francesc Orella, Susi Sánchez, Elisabet Gelabert, José Luis Alcobendas, Inma Nieto y Jesús Barranco. Escenografía: Elisa Sanz. Vestuario: Pepe Rubio. Director: José Luis Gómez. Teatro de La Abadía. Madrid.
En su tiempo se vieron más cosas, y más sencillas: el teatro de un exiliado rumano, un antiguo fascista de Codreanu, que lo que veía era la civilización occidental que caía ladrillo a ladrillo bajo el impulso comunista. Allá el espectador: que elija lo que sienta. Lo más directo es ver un poema de muerte, el relato del hombre que agoniza. Cada hombre es el rey del mundo: con cada muerte de hombre acaba un dios y un universo. Este hombre que se muere tiene a su lado a su primera esposa y a la segunda: la una vestida de riguroso negro, la otra de color fresa, y parecen representar aquélla la Muerte, ésta la Vida: cuando la Vida se retira, la Muerte ayuda al rey -al hombre: a Dios- a morir. No siempre se ha visto así: los trajes de las viudas han sido de otros colores, y no de estos con los que José Luis Gómez ayuda a una comprensión. El final que le da es algo distinto del escrito por el autor, que deseaba que el rey muerto quedase en su trono, desapareciendo poco a poco de la vista; y con él, las paredes, las puertas, todo lo material: llega la Nada.
Da igual: se interprete como se quiera, es un canto fúnebre, una elegía al ser moribundo; las palabras son poéticas, esas palabras son valiosas, con la conjunción de la poesía, la filosofía, el pensamiento, el terror, lo humano; José Luis Gómez y sus actores lo hacen sensorial para cada butaca. Lo hace así Francesc Orella, el protagonista, con una angustia por sobrevivir, por continuar: simplemente, por Ser. Y los personajes que le rodean. Si lo que se busca es sobrecoger, se consigue. Sin olvidar el humor con que estas terribles tragedias se tienen que decir en nuestro tiempo.