Crítica:TEATRO

Entre dos épocas

Asistí al ensayo general de esta obra cuando se estrenó en Madrid: hace, digamos, cincuenta años. Se estrenaba un sábado de gloria: una fecha en la que, cuando existía el teatro, se estrenaba en todas partes lo mejor de la temporada: existía, repito, el teatro. La vi con el adaptador López Rubio, muy amigo, y con el director Tamayo, muy admirado, y los tres convinimos en que era una gran obra de teatro, pero que probablemente no iría a verla nunca nadie. A esa hora había ya fila ante la taquilla y se mantuvo así durante mucho: había cambiado el público, abandonaba el teatro de evasión y buscab...

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Asistí al ensayo general de esta obra cuando se estrenó en Madrid: hace, digamos, cincuenta años. Se estrenaba un sábado de gloria: una fecha en la que, cuando existía el teatro, se estrenaba en todas partes lo mejor de la temporada: existía, repito, el teatro. La vi con el adaptador López Rubio, muy amigo, y con el director Tamayo, muy admirado, y los tres convinimos en que era una gran obra de teatro, pero que probablemente no iría a verla nunca nadie. A esa hora había ya fila ante la taquilla y se mantuvo así durante mucho: había cambiado el público, abandonaba el teatro de evasión y buscaba el de conflicto, realidad, drama.

La obra tambien marca una transición entre las dos épocas de Estados Unidos: la posguerra (esta escrita en 1949), que no había mejorado las condiciones de vida de los que creían que habían ganado. El capitalismo volvía a ser duro, muerto Roosevelt y sus reformas, su vaga idea socialista, y personajes como el viajante Guiílla Loman podían ser despedidos sin compasión ni interés después de 45 años de trabajo en una misma empresa, aplastado por el mismo sistema. Empezaba a morir el sueño americano, y toda la literatura rebelde de la época lo estaba denunciando.

Me gustó mucho más entonces que ahora. En un país como éste se advierte ya que el capitalismo ha terminado por ganar a Roosevelt y que el trabajo pierde su valor: pero sería interesante decirlo con las constantes y las variantes españolas, y no con las americanas de hace medio siglo, y dentro de una familia fundamentalmente judía -como el autor- con una relación hombre-mujer-hijos que hoy no tiene consistencia, ni aquí ni allí. Esto no quita calidad a la obra y a su versión, pero la dota de antigüedad.

El director, además, la ha convertido en melodrama. Supongo que ha sido él quien ha dictado a Sacristán su personaje de figurón, exagerado y llorica más que lloroso, y gritón y haciéndose el anciano que no es, desparejado en edad de su compañera María Jesús Valdés; no conseguimos amar a ninguno de los dos personajes -a los que el público amó en su momento- porque no nos vemos en ellos. Toda la obra está contagiada de eso: a veces con una exageración cruel en el vestuario de un actor como José Caride, a veces de una vulgaridad caricaturesca como Silvia Espigado. Actores que conozco, que he visto y he admirado en otras cosas no pueden equivocarse si no es todo el montaje una equivocación. En todo caso, el esfuerzo enorme que tiene que hacer Sacristán para el trabajo del histrionismo merece toda solidaridad.

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