NECROLÓGICAS

En la muerte de Sanroma

Silencio. Un largo y penetrante silencio que nos ponía la carne de gallina. Habían pasado todavía pocas horas y ya recorríamos aquellos fatídicos 1.300 metros que para nuestro compañero no fueron los últimos. Y ahora lo hacíamos en sentido inverso, pero no estábamos todos, alguien faltaba. Y todos, absolutamente todos, le llevábamos en nuestro recuerdo. El día anterior, allí mismo, ante los gritos y aplausos del público, se luchaba por la victoria del sprint. Vana lucha sabiendo que en ese mismo momento metros atrás la lucha era a vida o muerte, y desgraciadamente esta vez esto no era ninguna...

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Silencio. Un largo y penetrante silencio que nos ponía la carne de gallina. Habían pasado todavía pocas horas y ya recorríamos aquellos fatídicos 1.300 metros que para nuestro compañero no fueron los últimos. Y ahora lo hacíamos en sentido inverso, pero no estábamos todos, alguien faltaba. Y todos, absolutamente todos, le llevábamos en nuestro recuerdo. El día anterior, allí mismo, ante los gritos y aplausos del público, se luchaba por la victoria del sprint. Vana lucha sabiendo que en ese mismo momento metros atrás la lucha era a vida o muerte, y desgraciadamente esta vez esto no era ninguna metáfora. Él, que había vencido tantos sprints, había sido derrotado dramáticamente por uno de ellos.

Los que circulábamos en la parte trasera del pelotón nunca pudimos imaginar que su vida volaba a la misma velocidad a la que pasábamos al lado de su cuerpo inerte. Mis ojos tuvieron la suerte de no encontrarse con la dramática escena, pero los que tuvieron la desgracia de verlo no encuentran palabras para su recuerdo. Y por ello, nuestro silencio.

Marchábamos en dirección contraria y el público, el mismo que gritaba el día anterior, aplaudía de nuevo. Pero esta vez su aplauso estaba dedicado a él, y su aplauso era profundamente respetuoso con nuestro silencio.

Existe una máxima que asegura que ni al sol ni a la muerte se les puede mirar de frente. Y creemos que tú no la miraste, pero ella, cruel, a la que ninguno de nosotros podemos escapar, se puso en tu frente cuando estabas a nuestro lado. Y su mirada debió de ser tan fugaz y fulminante que no tuvimos oportunidad de despedirte. Así que, en nombre de todos tus compañeros, me tomo la libertad de dedicarte unos versos de Miguel Hernández. Estés donde estés, sigues entre nosotros.

El toro sabe al final de la corrida/donde prueba su chorro repentino,/que el sabor de la muerte es el de un vino/que el equilibrio impide de la vida. Respira corazones por la herida/desde un gigante corazón vecino,/y su vasto poder de piedra y pino/cesa debilitado en la caída.

Pedro Horrillo es ciclista del equipo Vitalicio Seguros.

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