NECROLÓGICAS

Severo Ochoa, ya junto a Carmen

Las que fueron verdaderas y profundas amistades no mueren con el paso del tiempo; todo lo más, se marchitan o se duelen por circunstancias de la vida y por contingencias de los seres humanos. Pero cuando son realmente tales se hieren para cicatrizar pronto, sin dejar huella o sólo una muy escasa. La que nos unió a Ochoa y a mí desde la adolescencia, en la primera juventud y a lo largo de toda la vida fue de esa calidad, hasta el punto de que en una entrevista que le hizo un conocido periodista de una revista de sociedad, al preguntarle qué ejemplo de amistad podría poner respondió sucintamente...

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Las que fueron verdaderas y profundas amistades no mueren con el paso del tiempo; todo lo más, se marchitan o se duelen por circunstancias de la vida y por contingencias de los seres humanos. Pero cuando son realmente tales se hieren para cicatrizar pronto, sin dejar huella o sólo una muy escasa. La que nos unió a Ochoa y a mí desde la adolescencia, en la primera juventud y a lo largo de toda la vida fue de esa calidad, hasta el punto de que en una entrevista que le hizo un conocido periodista de una revista de sociedad, al preguntarle qué ejemplo de amistad podría poner respondió sucintamente diciendo mi nombre. Timbre de gloria fue para mí (por eso no me avergüenza citarlo), porque sucedió en ocasión del primer retorno de Ochoa a España, en pleno franquismo y estando yo proscrito por mis primeros lares médicos y "para todo servicio al Estado", según decían los documentos que aún conservo, a pesar de haber sido yo el más afortunado de los republicanos en el circo español.Fuimos compinches de todos nuestros accidentes juveniles, asistí como testigo a su boda en Covadonga, y bastantes años más tarde, a las severísimas ceremonias de su recepción del Premio Nobel; ni la distancia ni el transcurso del tiempo nos separaron sentimentalmente, es decir, en lo más íntimo de nuestros pensamientos, a pesar de que minucias del acontecer diario malsecaron algunas ramas de nuestros árboles afectivos, sin alterar las raíces.

En varias ocasiones su esposa, Carmen Covián, fue también sujeto de escritos míos, pues yo no he visto, a todo lo ancho de mi personal perspectiva histórica, matrimonio más unido; pensaban siempre lo mismo sobre todos los problemas y eran iguales a la hora de interpretar las cosas vitales y en coparticipar los respectivos gustos y quehaceres.

Yo no tuve ocasión, en los últimos meses, de verle con la frecuencia deseable, y quizá con ello evité compartir tristezas mutuas; pero esto no me compensa de haberle producido algunos dolores equivalentes a otros anteriormente sufridos por mí. Sin embargo, puedo regodearme pensando que hemos convivido los mejores tiempos de nuestra existencia, en edades que no retornan. Desde nuestra época de estudiantes, cuando él, con dos años más, nos daba lecciones privadas de fisiología, que en otro lugar rememoré (alumnos: doctor Gabino García, hoy gran dermatólogo en Avilés; doctor Ángel Tuya, fallecido creo que en la guerra civil, y el que esto firma), empezamos Ochoa y yo a llamarnos mutuamente con apodos elegidos al azar. Él me llamaba Fluntu y yo a él Zendejas. Con esos términos nos hablábamos en todas partes, nos escribíamos las cartas y los utilizábamos en cuantos homenajes serios se le rindieron, como en las fechas del Nobel. Y con ellos acabo de redactar el texto acompañante del florido corazón mortuorio de despedida. Ochoa fue un hombre humanamente superior sin duda, y mi madre me lo ponía reiteradamente como ejemplo para el futuro. Desgraciadamente para mí no pude cumplir tal deseo maternal.

Pocas veces en la historia podrá decirse, como hoy, que España y su ciencia están de luto riguroso. Ochoa deja discípulos excelentes que siguen su camino. Haga el destino que éste se parezca lo más posible al modus essendi de su maestro.

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