Crítica:VISTO / OÍDO

América, América

La sombra de Elia Kazan domina el primer episodio de La isla de Ellis, emitida la noche del pasado martes, en el que también aparecen ilustres presencias cinematográficas como Richard Burton en la que quizá fuera su última intervención ante las cámaras, Faye Dunaway y Claire Bloom, entre otros. No es malo inspirarse en las obras maestras, pero cuando la copia es tan descarada como en este trabajo de Jerry London las cosas son más discutibles.¿Admiración o comodidad? Cada uno es libre de escoger la respuesta que prefiera, pero yo veo demasiados homenajes descarados en este relato habitad...

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La sombra de Elia Kazan domina el primer episodio de La isla de Ellis, emitida la noche del pasado martes, en el que también aparecen ilustres presencias cinematográficas como Richard Burton en la que quizá fuera su última intervención ante las cámaras, Faye Dunaway y Claire Bloom, entre otros. No es malo inspirarse en las obras maestras, pero cuando la copia es tan descarada como en este trabajo de Jerry London las cosas son más discutibles.¿Admiración o comodidad? Cada uno es libre de escoger la respuesta que prefiera, pero yo veo demasiados homenajes descarados en este relato habitado por muchos personajes, tres de los cuales, al menos, se disputan el protagonismo absoluto: un judío ruso, un jardinero italiano y una activista irlandesa.

La televisión internacional ha llegado ya, hace bastantes años, a una situación de prepotencia indiscutible que le permite producir sus propias obras -duplicando o quintuplicando la extensión de los largometrajes habituales- y con un enorme presupuesto, que para sí quisiera el 90% de las empresas cinematográficas de todo el mundo.

La isla de Ellis es una producción ambiciosa y espectacular, desde luego, cuya existencia sólo se explica en función de su venta a la mayoría de las emisoras de todos los países, pero esa misma pretensión universal lleva aparejada, inevitablemente, la simplificación narrativa, la elementalidad de los personajes y situaciones, unida al crecimiento imparable de los tópicos, hasta que todas las aristas dramáticas sean limadas.

Arte e industria

No estamos en el nivel exquisito y refinado de Regreso a Brides head -por citar un ejemplo excelso de historia rodada para la pantalla electrónica-, sino en el ámbito retórico de Holocausto y de Raíces, es decir, en un empeño exclusiva y preponderantemente comercial, cuyo principal objetivo es conseguir la máxima audiencia y, consiguientemente, todos los apoyos publicitarios posibles para que el producto sea rentable en Estados Unidos y, después, se pueda vender bien al resto del imperio occidental.Estas limitaciones no quieren decir que los responsables del teleplay (si aceptamos esta palabreja con el sentido de película realizada directamente para televisión) carezcan de sensibilidad o tengan un bajo nivel cultural. Es posible que la realidad sea exactamente la contraria, pero esas innegables virtudes se quedan en un segundo o tercer plano, con ocasionales destellos aquí y allá, porque lo importante en estos proyectos es obedecer las presiones industriales, por encima de cualquier otra consideración, para llenar los sueños y ocios de millones de espectadores cómodos que sólo quieren una historia sencillita y sin complicaciones, moderadamente audaz -justo en el límite de lo conveniente, pero sin pasarse lo más mínimo- y que se asimile bien, sin alterar la digestión final del día bajo ningún concepto.

Nada malo hay en ello, y no seré yo quien se oponga a tan dignos propósitos, que -y lo digo sin la menor ironía- constituyen uno de los fundamentos del noble arte de la narración desde que éste empezó a dar sus primeros pasos en las veladas nocturnas junto al fuego, cuando la humanidad no conocía aún, en aquellas edades oscuras, el maravilloso invento de la televisión. El espectador exigente es menos abundante que el acomodaticio, y la industria televisiva sabe esto muy bien.

La isla de Ellis no es peor que la inmensa mayoría de las películas que podemos ver en los locales cinematográficos del mundo, ni mucho menos. Su aparencia es sólida y está bien elaborada, sin errores garrafales, con una técnica obediente a la regla de oro aprendida en el cine clásico: acomodarse a lo que se está contando, sin que se note jamás la presencia de la cámara, simple testigo, mudo y respetuoso, de los acontecimientos.

Pero el espectador exigente va a sentirse decepcionado, en mi opinión, porque todo lo que apunta este relato lo hemos visto ya antes y, en todos los casos, con una calidad muy superior. No conozco el libro de Fred Mustard Stewart que ha servido de inspiración al guión -firmado por el propio escritor, con la ayuda de Christopher Newman-, pero, si tenemos en cuenta esta adaptación, parece un compendio de la segunda parte de El padrino, de Coppola, con rasgos aislados, tomados en préstamo a la pareja central de El cowboy de medianoche.

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