Crítica:

El mantel abandona la mesa

Un mantel blanco, inmaculado, largo como la mirada de un niño, abandona con una velocidad precisa la mesa que acaban de dejar los comensales. La secuencia dura segundos, pero se queda en la retina del telespectador como un guifío más de la eficacia de la cámara. Todo ha sido así a lo largo del primer capítulo de la serie Los Buddenbrook, que comenzó a emitir el domingo Televisión Española.Todo es así. Las velas se apagan con la velocidad que exige la textura general del filme, las risas dominan en su justo punto los sonidos tenues de las diversas estancias y las flautas se escuchan como...

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Un mantel blanco, inmaculado, largo como la mirada de un niño, abandona con una velocidad precisa la mesa que acaban de dejar los comensales. La secuencia dura segundos, pero se queda en la retina del telespectador como un guifío más de la eficacia de la cámara. Todo ha sido así a lo largo del primer capítulo de la serie Los Buddenbrook, que comenzó a emitir el domingo Televisión Española.Todo es así. Las velas se apagan con la velocidad que exige la textura general del filme, las risas dominan en su justo punto los sonidos tenues de las diversas estancias y las flautas se escuchan como contrapuntos de esas risotadas largas de los caballeros que han preferido las bolas de billar a la breve sala de conciertos. Nada está fuera de su sitio.

Es la elegancia del mantel que abandona la mesa. Lo retiran las criadas con la experiencia que dota a la costumbre del aire que tiene todo gesto involuntario. El mantel no deja ruidos, es volátil, se escapa como un símbolo de la serie: la mesa ha estado cubierta de la elegancia que asoma siempre por encima de toda comida cuando ésta no se ha iniciado; luego surgen las espinas, rugosidades groseras de los despojos de la cena, y el ojo de la cámara lo mira todo detenidamente. Se sabe que la belleza precede al drama, el mantel impoluto deja paso a la historia que va a venir y que el telespectador ve llegar, porque se le ha insinuado. No puede haber historia debajo de tanta perfección, y se sucede el drama familiar, se apagan las luces, la vida queda a oscuras, las risas se hacen más difíciles. Comienza el tiempo en que los espejos despiden el verdadero rostro de las cosas, una vez que se han ido los invitados y ya no hay otra alternativa que decir la verdad en el salón vacío.

La cámara lo ha insinuado todo antes de que ocurriera. Es una obra maestra de sugestión, un recorrido que se empieza a mirar como si ya lo hubiéramos visto: Los Buddenbrook parece puesta para demostrar que Retorno a Brideshead no fue una excepción. Televisión ha esperado seis años -la serie se hizo en 1979- para ponerla en la tarde de los domingos de un mes de agosto. Refresca el ambiente y devuelve la pasión por las imágenes en un medio que vive largas épocas de inquietante quietud.

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