Crítica:

Retrato a lápiz de Claudia

Como un suspiro ha pasado el cuarto de siglo que Claudia Cardinale lleva encandilando adolescentes y dejándolos en la cuneta sin amamantar. Allí se hicieron adultos. Una generación de occidentales creció con la imaginación colgada del pecho de esta tunecina en blanco y negro, en la que el color nunca -salvo tal vez en El Gatopardo, y porque Visconti supo iluminarla con los destellos íntimos de un retrato de bisabuela- dio la medida de sus misterios evidentes.Es y seguirá siendo Claudia Cardinale, aunque cumpla otros 44 años, una muchachita campesina perdida en la ciudad con su maleta. V...

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Como un suspiro ha pasado el cuarto de siglo que Claudia Cardinale lleva encandilando adolescentes y dejándolos en la cuneta sin amamantar. Allí se hicieron adultos. Una generación de occidentales creció con la imaginación colgada del pecho de esta tunecina en blanco y negro, en la que el color nunca -salvo tal vez en El Gatopardo, y porque Visconti supo iluminarla con los destellos íntimos de un retrato de bisabuela- dio la medida de sus misterios evidentes.Es y seguirá siendo Claudia Cardinale, aunque cumpla otros 44 años, una muchachita campesina perdida en la ciudad con su maleta. Valerio Zurlini y su Ragazza con la valigia tuvieron la culpa, en el remoto año de 1960, de la creación de un icono carnal y algo pagano de esta era de emigraciones. El éxodo de la aldea a la ciudad nos trajo, como un madero la riada, a una Claudia de luto, sin matices, en blanco y negro casi absolutos, directamente desde las orillas del Mediterráneo a los arrabales de Roma.

Emergió Claudia, en 1958, antes de llegar a ser la Cardinale, en una divertida comedia arrabalera de Mario Monicelli -I soliti ignoti, que aquí se encogió en un ridículo Rufufú- con un pequeño papel de hermanita custodiada al estilo moruno por su primogénito siciliano, que ya era un presagio. Dentro de aquel mínimo personaje estaba en germen toda la Claudia catapultada al estrellato, varios años después y en dos etapas, por Visconti.

El presagio se hizo casilla en dos filmes rodados uno tras de otro al año siguiente: Un maldito embrollo de Pietro Germi y El bello Antonio de Mauro Bolognini. El personaje dejó de ser un presagio: a través de una mirada oscura, animal y húmeda, bajo una horizontal mata de pelo negro, encarcelado en un vestido negro y en negras medias, un blanco cuerpo de campesina, llama. Y, a este lado de las pantallas, los adolescentes de las ciudades, hoy con canas, comenzaron a responder en tropel a la llamada.

De ahí nació el entrañable mito de La muchacha con la maleta, que alcanzaría su cúspide unos meses más tarde y no precisamente en este filme, sino en otro rodado inmediatamente después, cuando todavía estaba atrapada en el cerco inicial y nuevamente era convertida en enlutada hermanita siciliana, arrastrada tierra adentro. Este filme se titulaba Rocco y sus hermanos, y de él partió Claudia Cardiñale hacia la cúspide de El gatopardo, convertida en una de las grandes trampas eróticas del cine italiano.

La actriz, bien publicitada por su marido, el productor Franco Cristaldi, ha sabido mantenerse en la cresta de su salto a la fama, pero no ha crecido ni un milímetro después de estos filmes iniciales y, en cierta manera, finales para ella. Ni Richard Brooks en Los profesionales, ni Blake Edwards en La pantera rosa, ni Philipe de Broca en Cartouche, lograron borrar con todos los colorines del mundo la oscura y húmeda llamada de aquella campesina mediterránea esculpida en blanco y negro, los viejos colores del realismo en el cine.

Especial Claudia Cardinale se emite hoy a las 22.30 por la segunda cadena.

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