Crítica:

El espejo de los viernes

El riesgo de lo total tienta al autor del invento, tan responsable él de sus cosas. No se trataba sólo de reflexionar sobre la estupidez a que conduce la falta (o la sobra, quién sabe) del sentido del ridículo de unos amigos y residentes en Madrid, o de unos presuntos buenos chicos que aún creen en los viajes de fin de curso.Tampoco era suficiente con aderezar el guiso a base de hermosísimas secretarias -que invitan a la comparación con las salientes- que presentan bandejas con el futuro servido o que hacen balance automatizado de la ignorancia nacional. Ni siquiera la gozosa asunción de la se...

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El riesgo de lo total tienta al autor del invento, tan responsable él de sus cosas. No se trataba sólo de reflexionar sobre la estupidez a que conduce la falta (o la sobra, quién sabe) del sentido del ridículo de unos amigos y residentes en Madrid, o de unos presuntos buenos chicos que aún creen en los viajes de fin de curso.Tampoco era suficiente con aderezar el guiso a base de hermosísimas secretarias -que invitan a la comparación con las salientes- que presentan bandejas con el futuro servido o que hacen balance automatizado de la ignorancia nacional. Ni siquiera la gozosa asunción de la sexualidad propia o la sandez del teléfono austral, perdidas ya por alusiones inconvenientes las presuntas gracias de la fonación incorrecta, colmaban en su totalidad las abundantes opciones.

Quedaba sólo el telón de fondo, el espejo en que se mira quien contempla el festín desde su casa: el público. La simetría perfecta se completa en los que reciben, sin dolerse, la espalda de la presentadora y, alguna vez, su requerimiento de asesoría.

Y en una arquitectura tan hecha, en un mundo tan propio, tan suyo, no podía dejarse el decorado -por humano que fuera e imperfecto- al albur de un riguroso orden de espera o a la ley del más fuerte frente al asiento libre. Si todo está previsto, si nada queda en el aire excepto el posible fracaso de la ambición sin trabas, ¿por qué no hacer lo mismo con el público? ¿Por qué dejar que un feo ocupe el puesto de una bella, que un hombre con mala dentadura, manco quizá, se siente justo tras nuestra entrañable Mayra y ofrezca un contraste todo lo transido de ejemplaridad que se quiera, pero -no me diga usted que no- desagradable en el fondo?

Reservar a las más guapas los primeros puestos, los asientos que quedan tras animadora y concursantes, era lo que faltaba para que la representación del mundo que cada viernes se nos ofrece fuera del todo pertinente. La libre competencia es más libre si se enmarca en bellas mujeres, en jovencitas cuyo único defecto -ay- estriba en saber que son vistas. Eso las traiciona. Se arreglan el moldeado de continuo, ponen caritas, ensayan gestos casi siempre adustos -se ven ya en el spot de algunos grandes almacenes-, aunque no puedan reprimir -son casi unas niñas- comentar con su compañera de fila si sería mejor que escogieran el sable o la ocarina, el dinero en mano o el coche que pudiera ser, al fin, una docena de palanganas. Saben que por una mirada, un mundo, y que a lo peor no vuelven. El Un, dos, tres no deja nada a la improvisación. Si usted no se veía en la señora gorda de Gente joven, inténtelo ahora con la beldad vulgarcita del concurso de los viernes.

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