Crítica:

Margot Fonteyn cuenta la historia del 'ballet'

Al siempre apasionante ejercicio de escribir memorias se añade ahora el de contarlas ante las cámaras, con lo que puede sumarse, en poco tiempo, un material testimonial de valor incalculable. Es lo que hicieron ingleses y alemanes en coproducción, con Margot Fonteyn, al ofrecerle ocasión de revivir sus recuerdos y hablar de la magia de la danza, en una serie que empezó a emitir TVE el pasado martes. Consta de diez capítulos.Además de gran bailarina, maestra y coreógrafa, Margot Fonteyn es una persona extraordinariamente inteligente: el tono, el ritmo, el enfoque de sus ...

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Al siempre apasionante ejercicio de escribir memorias se añade ahora el de contarlas ante las cámaras, con lo que puede sumarse, en poco tiempo, un material testimonial de valor incalculable. Es lo que hicieron ingleses y alemanes en coproducción, con Margot Fonteyn, al ofrecerle ocasión de revivir sus recuerdos y hablar de la magia de la danza, en una serie que empezó a emitir TVE el pasado martes. Consta de diez capítulos.Además de gran bailarina, maestra y coreógrafa, Margot Fonteyn es una persona extraordinariamente inteligente: el tono, el ritmo, el enfoque de sus memorias constituyen una nueva demostración de ese talento. Y, por supuesto, de la productora y directora, Patricia Eoy. Esquivando su propio protagonismo -gran capítulo en la historia de la danza-, Margot Fonteyn cuenta, comenta, realiza entrevistas, nos presenta material histórico y lo envuelve todo en un ambiente de familiaridad que el doblaje ha conservado bien.

De los primeros recuerdos -Shangai, América, Londres-pasó Margot al Lago de los cisnes; de allí, a una entrevista con Fred Astaire y otra con Sammy Davis, sobre el baile del musical americano y del jazz, ilustrado por un fragmento del ballet Ritmo fascinante, reciente evocación de la figura de Astaire.

Galina Ulanova en Romeo y Julieta, de Prokofiev; el Ballet de Harlem, de Arthur Mitcher, en El número 1, de raíz cinematográfica; la propia Margot, con Nureyev, en El corsario, seguido de una entrevista con el sensacional danzarín tártaro, capaz de lucir nuevas facetas de su personalidad en Pierrot Lunaire, de Schönberg; y, en fin, el gran paso a dos de La bella durmiente, de Chaikovski, justificaban y ejemplificaban diversos problemas de la danza: la renovación venida de América, la Unión Soviética e Inglaterra; el papel del hombre frente a la mujer en el ballet.

Todo bien filmado y contado, sin el menor asomo de pedantería, vanidad o trascendencia. Como si los productores hubieran hecho suyas las palabras de Fred Astaire: "Cuando preparo mis bailes no sé de dónde vienen, ni adónde van y, además, no me importa. No tengo mensaje: danzo, y nada más".

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