Crítica:'El drama contemporáneo'

Teatro anglosajón, duro y agresivo

La serie El drama contemporáneo (los lunes, 21.35, primera cadena) tiene, hasta ahora, una unidad: pasa por ella un teatro anglosajón duro, agresivo. En parte viene de lo que fue la generación de los jóvenes coléricos (angry young men) británicos, que aparecieron después de la frustración de la caída del Imperio: apurando mucho la comparación, una especie de generación del 98; en parte, también, del agrio despertar del sueño americano.

Como lección de cómo se puede pasar el teatro al cine enseña esta serie uña cuestión de densidad que por aquí no se ha encont...

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La serie El drama contemporáneo (los lunes, 21.35, primera cadena) tiene, hasta ahora, una unidad: pasa por ella un teatro anglosajón duro, agresivo. En parte viene de lo que fue la generación de los jóvenes coléricos (angry young men) británicos, que aparecieron después de la frustración de la caída del Imperio: apurando mucho la comparación, una especie de generación del 98; en parte, también, del agrio despertar del sueño americano.

Como lección de cómo se puede pasar el teatro al cine enseña esta serie uña cuestión de densidad que por aquí no se ha encontrado todavía: no hay un plano inútil, no hay una secuencia ornamental, no hay un recreo en lo externo a la obra. Saben quienes dirigen que el teatro es palabra y actor, y no vacilan en servir esa forma del genero dramático. Pero no pierden las ocasiones precisas, y sólo ellas, de demostrar que utilizan su propio medio. Planos cortos o muy próximos, incluso la libertad de añadir aquello que es imposible en el teatro directo: una salida al exterior, un seguimiento de los personajes a través de los decorados, una libertad de movimientos.

Lo que se aprecia es que nadie pretende hacer su número personal, su alarde de dirección o de escenografía; no está la obsesión latina de hacerse notar. Eso sí, la serie cinematográfica pierde al pasar a la televisión. Los planos rodados no caben en la pantalla pequeña. Hay unas normas internacionales por las cuales las películas que han de pasar a la televisión deben estar encuadradas en la forma conveniente.

Después de Simon Gray y de Pinter, en semanas anteriores; la serie ofreció el lunes pasado Un delicado equilibrio, de Edward Albee. Una obra que se representó en Espafía con gran éxito, aunque Albee sea aquí conocido sobre todo como autor de ¿Quién teme a Virginia Wolf?.

Albee es el dreimaturgo de la ruptura del sueilo americano (The american dream es una de sus primeras obras), de la pérdida de la comunicación, quizá con un sentido menos trágico que en sus predecesores: "No nos amamos, pero tampoco nos dañamos, porque no tratamos de comunicarnos", escribió Albee.

En Un delicado equilibrio (A delicate balance, 1966) es otra vez el cuadro de la familia burguesa (con sus miedos, sus fracasos, sus amores cruzados, sus imposibilidades) el blanco de la observación de Albee. Su sagacidad, su ironía y sus grandes actores han podido ser un excelente ejercicio de contemplación para las familias que se encuentran del lado de acá de la pantalla.

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