Nadal, el último gemido de Roma
De alguien como Rafa se puede creer que dé veinte veces vueltas al mundo sin haber viajado
Durante la entrevista de EPS a Rafa Nadal a finales del pasado año, el tenista dijo que cuando se retirase, lo primero que haría sería viajar. En boca de un tenista profesional, la frase se interpretaría como una broma. En boca de una leyenda que lleva viajando por todo el mundo desde hace veinte años, la frase quizá necesitaba una explicación atenta. De alguien que gana 14 Roland Garros, se puede creer que dé veinte veces vueltas al mundo sin haber vi...
Durante la entrevista de EPS a Rafa Nadal a finales del pasado año, el tenista dijo que cuando se retirase, lo primero que haría sería viajar. En boca de un tenista profesional, la frase se interpretaría como una broma. En boca de una leyenda que lleva viajando por todo el mundo desde hace veinte años, la frase quizá necesitaba una explicación atenta. De alguien que gana 14 Roland Garros, se puede creer que dé veinte veces vueltas al mundo sin haber viajado. Contó en aquella entrevista que había estado en Roma 18 veces [ha ganado el Abierto 10 veces] y que, sin embargo, no conocía el Vaticano. Se había frustrado la visita en dos ocasiones por culpa de la gente que lo reconoció y no le dejaba avanzar; otras dos había sido invitado por dos papas distintos, pero justo en días de partido. Rafa Nadal conquistó Roma las suficientes veces como para no visitar a Dios.
Hay en Roma una simbología perfecta y fue Roma, que un día tomó el mundo, la que despidió a Nadal de su Masters. Ya saben: así es como terminará todo, no con una explosión sino con un gemido. Y por encima de eso, la derrota, que es lo más sintomático del adiós: la razón para irse. Nadal no está cansado sino herido, y su último año se completa de derrotas inopinadas pero necesarias para marcharse. El tenis no es el fútbol, del que uno puede retirarse en lo más alto porque hay diez compañeros que lo escoltan y a los que lidera. Lo más significativo del tenis es la soledad; lo más simbólico del tenis es que, como en nuestras vidas, tenemos a mucha gente alrededor sin la que no seríamos nada, pero a la hora de la verdad solemos estar solos. Como dijo Felipe González en frase afortunada, “al final tu teléfono es el último que suena”.
El teléfono de Nadal está sonando por última vez con adversarios de los que en otra época costaría saberse el nombre. No ha llegado el momento en el que se hace necesario mirar atrás y murmurar el poema de Wordsworth (“Aunque mis ojos ya no puedan ver ese puro destello / que en mi juventud me deslumbraba. / Aunque nada pueda hacer / volver la hora del esplendor en la hierba, / de la gloria en las flores, / no debemos afligirnos, / porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo”). Pero sí ha llegado el momento de empezar a disfrutar de su presencia en pista más allá del resultado, del momento en que los golpes no signifiquen más que un intercambio condenado a la derrota. Perdida la esperanza de ganar, llega el momento de aprender que la suerte es ver el camino, como aquellos últimos partidos de Zidane en el Bernabéu sabiendo que no se iba a ganar la Liga: había que ver aquello independientemente del resultado, había que estar presente en la demolición controlada, perfectamente estética, del último dios blanco que fue a encontrar su final trágico en la final del Mundial de Alemania.
Roma despidió a Nadal como a un emperador que hizo suyo el torneo de una manera tan arrolladora que cuesta imaginarse esas pistas sin él. ¿Cómo se despide entonces a alguien que casi renombra Roland Garros por ganarlo 14 años? ¿Y qué incomodidad sería para su público, suponemos que también para él, despedirse ganando? La derrota es necesaria, nos explica la vida, nos cuenta que lo que fuimos (todo victoria) fue un accidente (a veces incluso un malentendido, según Brassens), y que después del accidente llega la cosecha, la explosión y el silencio. Que en el fondo es un gemido.
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