Djokovic alza el 24 y atrapa a Margaret Court
El serbio se impone a Medvedev en la final de Nueva York (6-3, 7-6(5) y 6-3, en 3h 16m), logra su tercer ‘major’ del curso e iguala el récord histórico de la australiana
Mamba forever. Anochece ya en Nueva York y el tenis reescribe su historia porque Novak Djokovic ha abatido a Daniil Medvedev (6-3, 7-6(5) y 6-3, en 3h 17m) y logrado aquello que le hacía perder el sueño, el tan ansiado 24. Una barbaridad. El serbio ha puesto más tierra de por medio con Rafael Nadal (dos grandes por detrás, 22), festeja su cuarto título en Flushing Meadows y, en consecuencia, ya ha neutralizado a la australiana Margaret Court, propietaria en solitario del récord de los récords desde que lograra el último de sus tesoros en 1973. Feliz y emocionado, el balcánico se enfunda...
Mamba forever. Anochece ya en Nueva York y el tenis reescribe su historia porque Novak Djokovic ha abatido a Daniil Medvedev (6-3, 7-6(5) y 6-3, en 3h 17m) y logrado aquello que le hacía perder el sueño, el tan ansiado 24. Una barbaridad. El serbio ha puesto más tierra de por medio con Rafael Nadal (dos grandes por detrás, 22), festeja su cuarto título en Flushing Meadows y, en consecuencia, ya ha neutralizado a la australiana Margaret Court, propietaria en solitario del récord de los récords desde que lograra el último de sus tesoros en 1973. Feliz y emocionado, el balcánico se enfunda una camiseta con el dorsal que lució durante una década el baloncestista Bryant, Black Mamba, fallecido en 2020 en un accidente de helicóptero. Y lanza el enésimo mensaje: quiere más. Y esta va por Kobe.
“Hablábamos mucho sobre la mentalidad ganadora, y también cuando yo lo pasaba mal por la lesión [en el codo] y luchaba por volver a lo más alto. Lo que le ocurrió me dolió profundamente”, dice Nole. De oficio ganador. Sigue su apetito intacto pese a que lo natural sería probablemente lo contrario. No se sacia, no se empacha. No se harta de vencer. Para él, cualquier cifra se quedará corta y toda brecha será escasa. Huye y huye, pero hacia adelante. A sus 36 años y cuando la gran mayoría estaría de salida, se eleva definitivamente como el jugador de la temporada. A excepción de Wimbledon, rendido allí en la final por Carlos Alcaraz, los grandes han caído este año en su buchaca. Tres de cuatro, y eso que se habla ya de nueva era.
Asoman algunas arrugas en ese rostro enjuto y se expresa como el campeón más veterano de la historia del torneo; superada queda también la longevidad del australiano Ken Rosewall, 35 años en la edición de 1970. No entiende Djokovic de edades, ni de épocas ni de generaciones. Sencillamente, gana. Su rutina. Donde sea, cuando sea y como sea. No ha sido este último trazado el más brillante, pero se adjudica este US Open que desde el principio se contemplaba como una historia de dos, él y Alcaraz. Apeado el murciano por Medvedev en las semifinales, no desperdicia este domingo la oportunidad y de paso ajusticia al ruso, el mismo que le privó del pleno de majors en este escenario, hace dos años.
Firme a lo largo de todo el recorrido –solo se vio comprometido cuando cedió dos sets de entrada contra Laslo Djere en la tercera ronda–, vuelve a triunfar en Flushing Meadows y se reconcilia con un torneo esquivo para él, lo mismo abucheado por la grada –no olvida el episodio de 2019– que descalificado por el pelotazo a la juez de línea (2020) o vetado por su rechazo a las vacunas. Por una razón u otra, variado el repertorio, no se coronaba en la Arthur Ashe desde 2018. Ahora vuelve a gobernar en Nueva York y a dar otro golpe a la historia. Mientras Nadal se restablece en Manacor e intenta un último baile, toda una incógnita, él sigue pisando el acelerador y captura otro premio sin haber desprendido grandes brillos, porque en realidad no lo ha necesitado. Experto depredador, sabe seleccionar el momento y cuándo elevar el nivel. Lo sufre Medvedev.
Espíritu de ‘bombero’
El serbio revolotea al inicio por la central neoyorquina como si acabara de salir del balneario. Fresco de piernas e impecable de golpes, dirigiendo con criterio, le basta un pequeño puñado de intercambios para dejar claro que quiere dominar él, que no se admite despistes ni giros indeseados, que lo que divisa por delante es demasiado jugoso y ya se le escapó en julio en Wimbledon ante Alcaraz, así que en esta ocasión no se permite el error. No puede. “A estas alturas, cada final que juego puede ser la última”, afirma trascendental. Más que caminar, levita, y antes de pelotear responde a un par de preguntas con la vocecilla poscoital del que ha alcanzado el clímax, susurrante y sedosa. Es un Nole extasiado y sereno. El ogro se ha quedado en el vestuario. En ese formato, es prácticamente infranqueable.
Llega a aplicar hasta veinte botes a la pelota cuando va a servir y Medvedev, un tipo que prefiere hacer las cosas rápido, le dice con la mirada afilada que él tampoco tiene ninguna prisa y que estará ahí lo que haga falta. Así es el ruso. Lo mismo un relámpago –con dos botes le basta– que otro pesado de manual. Aunque cede el saque rápido y se descuelga en el primer parcial, en el que el balcánico no ofrece una sola rendija, se reengancha con agallas y el duelo deriva en intercambios y juegos interminables. Uno de ellos, segunda manga ya, se estira 23 minutos y le brinda su primera opción de romper, pero ahí que va Djokovic, de profesión tenista pero que bien podía haber sido bombero. Apagando fuegos, pocos como él.
El ruso, de 27 años, le fuerza una y otra vez. Un tanto lánguido en el primer tramo, recupera el frontón que redujo dos días antes a Alcaraz y rebate hasta la extenuación. Se presencian puntos hermosos, emocionantes, dirimidos de poder a poder; a cada revés le sigue otro más preciso, y a cada planteamiento responde el de enfrente con mayor intención. Son dos pendencieros –entiéndase bien– que disfrutan retándose. Medvedev aprieta y aprieta, mientras la gestualidad de Djokovic va torciéndose y los aspavientos empiezan a ser una constante: se trastabilla extrañamente, se toca el isquio, estira cuando va a la silla y respira como si fuera a colapsar. En una final, cada gesto cuenta.
Un set interminable
La madre estruja con fuerza el medallón que lleva al cuello porque el hijo sufre y el segundo set (104 minutos de equilibrada refriega) se antoja determinante. Es el ser o no ser, seguramente. De cederlo, las consecuencias pueden ser nefastas. Se refresca con el tubo de ventilación, se envuelve con toallas de hielo. Está pasando un mal rato. El ruso huele la sangre, así que ataca. Pero se equivoca. Cuando logra granjearse la opción de break que le concedería el set, elige mal, y en lugar de intentar desbordar con el revés paralelo y aprovechar el inmenso valle que enseña ese costado de la pista, cruza y Nole intercepta el vuelo de la pelota para volear. No es de los que perdona el de Belgrado, que a la suerte del desempate admite poca comparación: 26-5 esta temporada. El especialista, con mayúsculas.
Ahora, el dolor cambia de orilla y todos los males azotan a Medvedev. El gigantón, descamisado, se retuerce cuando el fisio le masajea el deltoides izquierdo, pero lo que le duele de verdad es el alma. Sabe perfectamente que la final pasaba por ahí. Era eso o la nada. Está prácticamente grogui. Aun así, sigue ahí y guantea, pero sin demasiada fe. El tren era ese. Pasó. Y Djokovic, relamiéndose ya, reconduce tras el intercambio de roturas del tercer fascículo y cierra con una fastuosa exhibición en la red –37 aciertos en 44 aproximaciones–, concediendo un único break. En un permanente viaje hacia el infinito y coleccionando más y más distinciones numéricas, su hambre sigue intacta y atrapada ya Court, maquina cómo dejarla atrás. Nadal queda a dos, más lejos, y a buen seguro que Australia ya está en su mente.
Es Djokovic y su lema: más y más, siempre más.
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