Árbitros con predicamento: lo que faltaba
La FIFA ha decidido que sean los árbitros quienes pidan la voz y la palabra, convertidos en una especie de Blases de Otero con silbato
Al fútbol moderno le sobran explicaciones, como también les ocurre a esos restaurantes donde el relato importa casi tanto como el sabor o la presentación del plato. Unos simples huevos fritos se convierten, por arte de moda, en un cuento a lo Hans Christian Andersen donde la gallina, o el pavo, protagonizan una emocionante historia de superación personal que no termina en los fogones del chef de turno, pues siempre hay un recetario perdido de una abuela semidesconocida dispuesto a retorcer –aún más– la narración. Pues bien: salvando todas las distancias, lo mismo está ocurriendo ...
Al fútbol moderno le sobran explicaciones, como también les ocurre a esos restaurantes donde el relato importa casi tanto como el sabor o la presentación del plato. Unos simples huevos fritos se convierten, por arte de moda, en un cuento a lo Hans Christian Andersen donde la gallina, o el pavo, protagonizan una emocionante historia de superación personal que no termina en los fogones del chef de turno, pues siempre hay un recetario perdido de una abuela semidesconocida dispuesto a retorcer –aún más– la narración. Pues bien: salvando todas las distancias, lo mismo está ocurriendo en este Mundial con los sorteos de campos, la colocación de las barreras o los córneres, donde vemos a los colegiados explayarse en parlamentos interminables, como si los futbolistas no conociesen el reglamento.
Al árbitro de vanguardia, además de la documentación en regla, un físico envidiable y cierto sentido de la justicia –dependiendo de los contendientes esto último podría ser casi lo de menos, ya saben: fútbol es fútbol–, se le exige ahora algo parecido al predicamento o, en su ausencia, una actitud predispuesta a reclamar altas cuotas de protagonismo y dar la murga. En Qatar, un país donde conviene andarse con pies de plomo a la hora de abrir la boca, la FIFA ha decidido que sean los árbitros quienes pidan la voz y la palabra, convertidos en una especie de Blases de Otero con silbato que no dejan en buen lugar ni a los jueces ni a los poetas, acaso el peor resultado posible en un deporte necesitado de ambas disciplinas.
En Vigo, durante la celebración del Mundial 82, una empleada del Hotel México tuvo que salir a explicar por qué el colegiado alemán, señor Walter Eschweiler, parecía deambular de manera errática por el campo y sin un claro conocimiento del reglamento. “Hombre, como para dirigir bien”, contestaba a las preguntas de los periodistas. “Cuatro horas antes del partido, durante el almuerzo, bebió no menos de tres litros de vino él solo”. Su versión encajaba con la opinión de los futbolistas peruanos quienes, a la derrota contra el combinado italiano, sumaban su indignación por el reprobable estado del árbitro: por suerte para todos, la supuesta melopea ya había pasado del estadio dos –sociabilidad– a uno más definitivo, con el bajón anímico y el deterioro físico como protagonistas del desastre.
Eran otros tiempos. Y ya por entonces –o casi– cantaba Joaquín Sabina aquello de que, “al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver”. Porque no se trata tanto de volver a los excesos de 1982, como de reclamar un perfil menos proactivo en los árbitros actuales: para dar la paliza, nos bastamos los auténticos obreros de la palabra.
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