España hace historia en los saltos sincronizados y México pone a China en el mayor aprieto registrado

Los clavadistas mexicanos siembran el pánico en los asiáticos mientras los españoles Adrián Abadía y Nicolás García quedan sextos en la final de salto sincronizado desde trampolín de 3 metros

Nicolás García Boissier, (izquierda) y Adrián Abadía, durante la final de saltos sincronizados en trampolín, ayer en París.ALBERT GARCIA

“Venimos diciendo que los chinos no son invencibles”, dijo Osmar Olvera. “De verdad yo creo que cuando nos pusimos arriba en la clasificación ellos temblaron”.

Los chinos Daoyi Long y Zongyuan Wang se sincronizan hasta para pasarse las toallas por la frente. Los mexicanos Juan Manuel Celaya y Osmar Olvera completaron protocolos radicalmente distintos en la zona más delicada de todas: la tabla de 5 metros de largo por medio de ancho. Cualquier detalle en la salida produce una catástrofe, pero Juan Manuel daba tres pasos largos mientras que Osmar daba un paso, hacía una pausa y luego se impulsaba hacia el último apoyo. Iban por libre hasta que el muelle los proyectaba. Luego se acoplaban en el aire. Ahí son idénticos. Su último salto, el sexto de la serie, tuvo una dificultad de 3.9, el más difícil del total de 48 que integraron el concurso de las ocho parejas en la final de saltos sincronizados desde trampolín de tres metros celebrada en la mañana del viernes en los Juegos de París. Nadie arriesgó más que los mexicanos. Sus acrobacias, un doble mortal con dos tirabuzones, fueron dos gotas de agua que caían al mismo tiempo. La poza los recibió como a dos fantasmas. Apenas un burbujeo. El público enloqueció. “¡México! ¡México! ¡México…!”. Pero los 11 jueces, como los once sacerdotes de Dodona, emitieron un veredicto que es un arcano: 94,74 puntos. Ligerísimamente menos que la calificación que otorgan al último salto chino: 95,74.

La decisión volcó la competición, que hasta el quinto salto lideraba México, en favor de China. La hegemonía de los asiáticos se prolongó con un registro total de 446,10 puntos frente a 444,03 de los norteamericanos. La menor diferencia de siempre entre el oro y la plata. China jamás se vio más amenazada. Conmovidos por el susto, Long y Wang dejan de sincronizarse. El joven Long lloró y el veterano Wang lo consoló. China ganó el séptimo oro consecutivo de la especialidad, incorporada al programa olímpico en los Juegos de Sídney, en 2000.

Ajenos al gran drama, los españoles están felices. “Esto es algo tocho”, dijo Nicolás García Boissier. “Impresionante”, apuntó Adrián Abadía, su compañero de piso y de entrenamientos desde hace tres años en Madrid. Después de lograr el bronce en el Mundial de Doha en febrero, un hito, acababan de quedar sextos en la que probablemente sea la disciplina más técnica de todas las especialidades del programa de saltos. Es el mejor resultado de España en su historia. Solo hay un precedente de otro español en una final de saltos: Ricardo Camacho en Moscú, donde quedó octavo gracias al boicot de Estados Unidos.

“En España apenas hay 88 licencias de este deporte y nuestro país ha conseguido meter a cuatro saltadores en París”, señaló Nicolás, que cumplirá 30 años y a partir de ahora se dedicará a la ingeniería naval. “Por lo menos esperemos que con lo que acabamos de conseguir se superen las 100 licencias”.

“Nuestra serie era la más fácil”

Dirigidos por el italiano Domenico Rinaldi y por el cubano Arturo Miranda, los españoles plantean la competición desde el conservadurismo. Juegan a no fallar y a esperar. Pero los británicos y los italianos no fallan, y los franceses no sincronizan pero la cámara de jueces les premia con algunos puntos, gentileza de la organización al anfitrión. “Nuestro lugar era el top-5 y tal cual se estaba dando la competición nosotros no podíamos hacer nada”, concluye Nicolás. “Nuestra serie de saltos era la más fácil de las ocho. Estamos donde sabíamos que podíamos estar”.

Long y Wang, de China, Celaya y Olvera, de México, Harding y Laugher, de Reino Unido, Marsaglia y Tocci, de Italia, Bouyer y Jandard, de Francia, Abadía y García, de España, Kolodiy y Konovalov, de Ucrania, y Downs y Duncan, de Estados Unidos, forman una círculo. Una cola de jóvenes de músculos esculpidos que armados de toallas van desde el jacuzzi a la escalera, de la escalera al trampolín, del trampolín al agua y de ahí a la ducha, y al jacuzzi, y de vuelta a la escalera. La final es un acto ritualizado en el que todos persiguen una forma de belleza que no ven, pero imaginan, mientras el público disfruta del show. “Yo ni he visto la competición”, dice Adrián Abadía, el saltador mallorquín, que ha vivido la final intentando concentrarse en su rutina. “Ya la veremos por la tele”, dice Nicolás.

La cola que forman remite a las colas de cualquier ministerio, pero aquí no hay mujeres, solo hombres adrenalínicos que se abrazan y se dan ánimos como si el trampolín anclado en una bisagra fuera la ventanilla que emite el resultado de un concurso de acceso al cuerpo de registradores y notarios. Algo que les cambiará la vida para siempre. Como dice Osmar Olvera: “Pues sabe a oro, la verdad es que sabe a oro”.

Puedes seguir a EL PAÍS Deportes en Facebook y X, o apuntarte aquí para recibir la newsletter diaria de los Juegos Olímpicos de París.

Sobre la firma

Más información

Archivado En