La ‘grandeur’ de Rafa Nadal

De vez en cuando se alinean los astros. E ilumina la majestuosidad de París la escena: él, antorcha en mano, junto a su admirado Zidane y con la Torre Eiffel de fondo. Tenía que suceder

Nadal recibe la antorcha olímpica de manos de Zidane.Dylan Martinez (REUTERS)

A estas alturas de la película, no son pocos los que se preguntan el porqué, hasta qué punto puede tener sentido que alguien que lo ha ganado prácticamente todo siga ahí, bajando al barro del día a día y arremangándose en un torneo de perfil menor como el de Bastad, jugándose el físico cuando ya asoma la nueva vida y resistiéndose a dejar aquello de lo que tanto le cuesta separarse. Quizá la respuesta esté en el histórico fotograma que ofreció la ceremonia inaugural de estos Juegos enmarcados en París, el lugar donde empezó todo. ...

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A estas alturas de la película, no son pocos los que se preguntan el porqué, hasta qué punto puede tener sentido que alguien que lo ha ganado prácticamente todo siga ahí, bajando al barro del día a día y arremangándose en un torneo de perfil menor como el de Bastad, jugándose el físico cuando ya asoma la nueva vida y resistiéndose a dejar aquello de lo que tanto le cuesta separarse. Quizá la respuesta esté en el histórico fotograma que ofreció la ceremonia inaugural de estos Juegos enmarcados en París, el lugar donde empezó todo. De 2005 a 2024. El cierre del círculo. Algo latente debía de haber ahí dentro, incrustado en el alma de Rafael Nadal, que lo ha empujado hasta ese instante en el que recibe la antorcha olímpica de manos de Zinedine Zidane, ese genio alopécico que jugaba con un frac imaginario.

Hace casi dos décadas, él fue quien entregó por primera vez la Copa de los Mosqueteros al muchacho melenudo que empezaba a abrirse paso en la historia y que recibía el trofeo —primero de una saga de 14, logro hasta hoy inalcanzable— con una sonrisa cómplice extendida hasta el presente. El relato, sin embargo, recuerda que no fue sencillo aquel inicio entre Nadal y la Citè de la Lumière, recelosa entonces de un competidor sin límites que terminó adueñándose en términos tenísticos de la ciudad. Lo que la grada francesa (siempre compleja, siempre con los suyos) percibía entonces como una amenaza derivó finalmente en una de las relaciones más icónicas del deporte, porque Roland Garros no se puede entender sin la huella de Nadal, de la misma forma que la dimensión del personaje tampoco puede concebirse sin ese rastro de tierra en los calcetines. Así que el tiempo, caprichoso él, vuelve a unirlos de nuevo.

Porque, tal vez, no podía ser de otra manera.

Nadal y Zidane, en el Roland Garros de 2005.

Quizá tenía que ocurrir. Quizá tenía que ser así. Sospecha uno, por tanto, que a aquel chico que paseaba con su tío por los Campos Elíseos y que cenaba pizza tras cada victoria, tal vez le haya merecido la pena ese esfuerzo final para marcharse (y despedirse, antes o después) peloteando, sobre la arena y raqueta en mano, rodeado de la pléyade de atletas y, sobre todo, en su espacio natural: París. “El Rey Sol”, le calificaba hace un par de años el diario L’Équipe, rendido a un “marciano” que expresa en toda su plenitud el significado del deporte. Porque así, bola a bola y erre que erre, logró Nadal “el extraterrestre” meterse a la gran mayoría de los franceses en el bolsillo hasta revertir la narrativa y transformar ese rumor de los inicios en las palmas y la devoción de hoy, adoptado ya como un parisino más.

Desconocemos cómo terminará la historia y en qué formato, cuándo dirá ese hasta aquí (c’est fini, al otro lado de los Pirineos) traducido ahora mismo en un misterio interminable. Lo hará Nadal, en cualquier caso, después de un último episodio que, al parecer, seguramente, debía suceder. Dicta el destino. De vez en cuando, porque así funciona esto de la vida, se alinean los astros. E ilumina la majestuosidad de París la escena: él, el hombre de las mil y una batallas, con sus 38 años y unas cuantas arrugas en el rostro, cuerpo machacado, antorcha en mano y surcando las aguas del Sena, junto a su admirado Zidane (respeto recíproco) y con la Torre Eiffel de fondo. ¿Dónde si no? Grandeur y eternité, a pares y bajo la lluvia. Historia pura para abrir estos Juegos.

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