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El clásico del pánico precoz

En el fútbol, perder dos partidos en noviembre equivale a recibir un burofax del destino advirtiendo de que, si llegas a mayo, será para fracasar

Apenas se han encendido las luces de Navidad, aviso programado de que se acerca diciembre, y el Barça ya va por la segunda extremaunción del curso. Es una tradición tan catalana como los calçots o los panellets, exportada al mundo entero por esa correa de transmisión azulgrana capaz de convertir a un señor de Pontevedra o a una joven de Medellín en la reencarnación ...

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Apenas se han encendido las luces de Navidad, aviso programado de que se acerca diciembre, y el Barça ya va por la segunda extremaunción del curso. Es una tradición tan catalana como los calçots o los panellets, exportada al mundo entero por esa correa de transmisión azulgrana capaz de convertir a un señor de Pontevedra o a una joven de Medellín en la reencarnación extramuros del tamborilero del Bruch, el president Sunyol o la hermana Mercè. Basta una derrota en el Bernabéu para que cualquier aficionado, sin importar lo que diga su DNI, active el modo temporada perdida, aunque el calendario todavía aconseje paciencia a la hora de encender la calefacción. Si a esto sumamos un segundo tropiezo, como el de Londres, el estado de alarma es prácticamente total: de cotizar en bolsa la cultura del pánico, el Barça sería hoy el rey del Ibex 35.

Lo curioso del caso es que, al otro lado del puente aéreo, tampoco están para tirar cohetes, y eso que el Real Madrid va líder en la Liga y tiene bastante encarrilada la clasificación para la siguiente ronda de la Liga de Campeones: la teoría de los vasos comunicantes ha muerto; viva la teoría de los vasos comunicantes, ahora contagiosos. A Xabi Alonso le llueven las críticas desde nubes que ni él mismo sabe ubicar, hasta el punto de que ha hecho fortuna el rumor de que se jugaría el puesto en los próximos partidos. Eso sí que es una tradición madrileña y, por lo tanto, española: no hay nada más estable en esa ciudad, en este país, que la sensación de inestabilidad permanente en el banquillo blanco. En la casa del madridismo, un entrenador está en crisis siempre. Es parte del ecosistema, como los taxis de madrugada o las tertulias de la COPE.

Todo va a mil por hora en los grandes de nuestro fútbol: demasiado rápido para la lógica, velocidad de crucero para el corazón. Este es el único deporte donde las derrotas parciales se viven como condenas en firme. Uno no tiene un mal día en el trabajo y siente que su carrera está terminada. Pero en el fútbol, perder dos partidos en noviembre equivale a recibir un burofax del destino advirtiendo de que, si llegas a mayo, será para fracasar. El aficionado necesita emocionarse casi tanto como sufrir, por eso al hincha que se muestra satisfecho en invierno se le considera una anomalía científica, algo así como un cocinero sin relato o a un tertuliano sin cocina.

En Madrid y Barcelona se sufren varias crisis de fe por temporada, casi siempre injustificadas, pero necesarias para mantener un mínimo de decoro existencial. El drama llega pronto porque las expectativas florecen aún más tempranas. En agosto todos somos campeones de algo, pero al llegar a octubre, o a noviembre, todo cambia dependiendo de la capacidad de cada cual para disolver la euforia: nada se amortiza a mayor velocidad en el mundo del fútbol que el entusiasmo, por eso lo consumimos a cucharadas.

Lo mejor, lo verdaderamente excepcional, ocurre en primavera, cuando los resultados acompañan y llega el momento de la redención generalizada: el que antes pidió reconstruir, ahora se apunta tantos que nunca fueron suyos. “Yo ya lo dije”, sueltan algunos, aunque no lo hayan dicho jamás. Al final, todo se resume en que el fútbol es un mercado libre donde el drama vende, la esperanza se recicla y las certezas se inventan. Por eso nos encanta. Porque sin fuego no hay pasión y sin pasión, ¿qué nos quedaría? Un deporte lógico, plano, aburrido, civilizado.

El horror.

El horror.

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