No tenemos ni p*** idea
El documental sobre Luis Enrique es un trabajo tenso y feliz atravesado por sus minutos finales, donde se muestra a un superviviente que ha aprendido a gestionar el dolor dándole la vuelta
No deja de ser curioso que uno de los documentales deportivos más celebrados del año tenga como protagonista a Luis Enrique, entrenador (hoy del PSG) frecuentemente maltratado por la prensa y hostil con ella. Una relación distante y sarcástica que ha desembocado en un trabajo audiovisual primoroso para el cual se ha necesitado, además de la calidad de los periodistas, la generosidad absoluta del técnico: puertas abiertas incluso para las charlas más íntimas, los intestinos del fútbol ...
No deja de ser curioso que uno de los documentales deportivos más celebrados del año tenga como protagonista a Luis Enrique, entrenador (hoy del PSG) frecuentemente maltratado por la prensa y hostil con ella. Una relación distante y sarcástica que ha desembocado en un trabajo audiovisual primoroso para el cual se ha necesitado, además de la calidad de los periodistas, la generosidad absoluta del técnico: puertas abiertas incluso para las charlas más íntimas, los intestinos del fútbol de élite puestos al aire de una manera que un fan sólo puede celebrar. Así funciona un vestuario y un equipo técnico dirigido por un entrenador de club que lo ha ganado todo (con el Barça) y un hogar que vive los sobresaltos del equipo como terremotos propios, pues la prensa (tampoco la francesa) no perdona.
‘No tenéis ni puta idea’, colocado comercialmente como ‘Ni tenéis ni p*** idea’ por una cuestión de pudor o mojigatería o la categorización de la película para todos los públicos –no lo sé ni yo que he titulado parecido (quizá por no pelear al teléfono con los editores; sólo espero que no se pongan de moda esos horribles asteriscos censores)–, es un documental tenso y feliz atravesado por sus minutos finales, que lo son sólo en presencia porque en espíritu aparecen desde el principio: el Luis Enrique que es hoy está hecho, como todos, de sus vivencias, y es el resultado del paso por su biografía de mucha gente, como profesores, mentores, familia y amigos, quién sea. Pero es la pisada de gigante de los nueve años de Xana, su hija fallecida en 2019 por un osteosarcoma, un agresivo y raro cáncer de huesos, la que pone en perspectiva todo: el fútbol, que es un juego, lo primero de todo; la vida, que no lo es, fundamentalmente.
Hay un mensaje de calado profundo que da el Luis Enrique padre en los minutos finales del documental y que tiene que ver con una filosofía que puede compartirse o no, pero qué bien poder hacerlo. Se trata de una manera de afrontar la muerte, como desgracia –esta manera es inevitable– o como una desgracia que termina ayudándonos; una desgracia, con serlo, de la que extraer lecciones de vida. Hay siempre una alternativa a no sufrir la muerte de un hijo: no tenerlo. Los nueve años de Xana, los X años de cualquier chico que haya fallecido entre el sufrimiento de sus padres y amigos, son de alguna manera un regalo; pudimos no haberlos tenido, pudo no haber existido ese amigo que se nos fue a los 20, o a los 49, o a los 7. Podemos decir que alguien ha muerto, podemos decir también que ha vivido.
La muerte es una mierda (perdón: una m****), y la muerte de un niño es esa mierda presentada de la forma más cruel y estúpida, el sufrimiento más duro e inútil del mundo concentrado en las personas más débiles y vulnerables. Conseguir, dolor y lágrimas mediante, que la muerte de Xana sea una fuente de energía extra, una manera de estar en el mundo que implica que se hagan cosas en él porque ha pasado por aquí Xana, empezando por la Fundación Xana y pasando por sus padres y hermanos, es una lección hermosa y vibrante propia no sólo de supervivientes sino de quienes han aprendido a gestionar el dolor dándole la vuelta, y desde ahí se entiende mejor –se entiende completamente– la figura y el documental de Luis Enrique. Uno se imagina a alguien –difícil– queriéndole hacer daño, o a alguien en una redacción pensando “a este mañana lo vamos a joder”, y sólo produce ternura. No tenemos ni puta idea, efectivamente, y ojalá no la tengamos nunca.