Crónica de un día infernal atrapado en el barro del Pirineo: “Veo la muerte en cada descenso”
Las tormentas, el barro y la falta de técnica convierten las bajadas de las etapas tercera y cuarta de la Transpyr en un suplicio que se suma al de los ascensos
Es el enigma belga de las cuestas, sean hacia arriba o hacia abajo. En la Transpyr para bicis de montaña corren en cabeza varios ciclistas llegados desde Bélgica que escalan como demonios y se quedan en blanco en los descensos. Preguntados al respecto, todos responden lo mismo: “Vivimos en un país donde no existen estas montañas, estos descensos tan salvajes”. Su ...
Es el enigma belga de las cuestas, sean hacia arriba o hacia abajo. En la Transpyr para bicis de montaña corren en cabeza varios ciclistas llegados desde Bélgica que escalan como demonios y se quedan en blanco en los descensos. Preguntados al respecto, todos responden lo mismo: “Vivimos en un país donde no existen estas montañas, estos descensos tan salvajes”. Su argumento justifica notables pérdidas de tiempo en cuanto toca asomar el hocico ladera abajo. Si circulan en grupo, dejan pasar gentilmente al resto para concentrarse en la faena que se les viene encima.
Así que los belgas disfrutan (más o menos) escalando y agonizan en las bajadas: cabe recordar que la Transpyr propone 19.000 metros hacia arriba y 19.000 hacia abajo. En la Transpyr Backroads, por donde circulan los ciclistas de carretera, las ascensiones son un dolor y la segunda pesadilla en su ranking de desgracias es el viento de cara. A los que circulamos por pistas y senderos, el viento no nos molesta. Nuestra pesadilla es el barro, tanto en un sentido como en otro.
El lector que no haya usado nunca una bicicleta en un terreno de montaña embarrado deberá saber que algo de apariencia tan inocua puede ser un suplicio tal que le haga a uno plantearse medidas tan drásticas como abandonar tras un pino su carísima montura, regresar a pie y volver a buscarla tras una semana de sol. Durante la etapa tercera, el barro desquició a muchos, hundió a varios y arruinó un par de docenas de bicicletas.
En un pequeño collado, encontré a dos belgas discutiendo: ninguno quería bajar el primero. Uno de ellos, el más bajito, me resumió así el problema: “Veo la muerte en cada descenso”. Yo no llego a tanto: solo vislumbro el hospital. Bajad despacio, les rogué, como si yo fuese a bajar rápido. “Ya, pero un muerto que baja despacio es un muerto pese a todo”, respondió el más alto. Ante tanto derrotismo no supe qué decir. ¿No hay barro en Bélgica?, pregunté. “Sí”, respondió, pero lo que no hay son bajadas. Ahí me pregunté dónde diablos se entrenan para subir tan bien. ¿Les prohíben bajar después de subir? ¿Pueden bajar pero solo andando? ¿Suben el Kapelmuur o Muro de Grammont pedaleando y regresan al pie por un atajo para volver a escalarlo y así en bucle? ¿Todas las cuestas acaban en llano y solo se les permite subirlas? Demasiadas preguntas.
Me asomé y estuve cerca de quedarme con ellos a la vista de árboles, piedras, musgo y barro, pero tenía que escribir más tarde, así que me lancé… Diez metros más lejos ya me había estampado. Una cosa es tener que empujar la bici cuesta arriba, y otra muy distinta tener que hacerlo cuesta abajo, pero así anduvimos los belgas y yo durante un intervalo de tiempo que pudo ser de una hora o de un día. En los bosques embarrados pirenaicos el tiempo discurre de otra manera.
El lector que no se ha embarrado ha de saber, igualmente, que a fuerza de tratarlo uno aprende a identificarlo: no todos los barros son iguales. Pero todos son un asco, eso sí. Hay un tipo de barro con el que uno podría entretenerse cual alfarero. Es denso, pegajoso y se va de viaje contigo vayas donde vayas. Luego hay uno típico de caminos rojizos que observa una mayor capacidad de adherencia: convierte tu máquina en la réplica de un asno. Algunos dicen que si el barro es líquido (porque es reciente) no hay problema: se puede surfear. A esos, los belgas y yo no logramos entenderlos: vale, no se adhiere, pero patina tanto que parece que montas una vaquilla.
Así, con barro y sin técnica para bajar, los descensos cansan mucho más que los ascensos, que al menos carecen de estrés. Al pie de una bajada así, y aquí en la Transpyr hay unas cuantas, uno parece un superviviente con todos los músculos (desde la punta de los dedos que accionan los frenos hasta los muslos) en insoportable tensión. Dos pequeños detalles han evitado que me retire: la Orbea que luzco orgulloso (con ella bajo un 30% mejor que con la mía) y la clase magistral que me regaló el embajador de la firma vasca Doug McDonald. Pocos días antes de arrancar, visité al escocés, fundador en 2008 de la empresa Basque MTB de guías de bici de montaña, con un claro enfoque hacia el enduro (la prioridad es el descenso).
Doug monta en bici desde que tiene uso de razón, y tras casarse con una chica vasca ambos se establecieron en la localidad navarra de Bera de Bidasoa. Hoy en día, el 90% de sus clientes son extranjeros procedentes de todo el planeta y su terreno de juego es, principalmente, los Pirineos. En sus salidas, aplica estándares de seguridad similares o superiores a los que emplean los guías de alta montaña. De hecho, reconoce, “es más fácil tener un accidente practicando enduro que escalando, por eso llevamos tres guías para cada 12 clientes: a veces nuestro tiempo de reacción cuando alguien cae puede salvarle la vida, cosa que ya nos ha ocurrido y que nos hizo replantearnos nuestros códigos de seguridad”.
Si algo no desean los clientes de Doug es sufrir. De hecho, en su página web se ofrecen ‘experiencias alucinantes de bici de montaña’. Lo que sí es fascinante es verle bajar. Bici y ciclista forman un todo. A su espalda, si trato de imitarle, me sale algo parecido al Ecce Homo de Borja tras su fallido intento de restauración. Doug invierte parte de su tiempo libre en pedir permiso a los vecinos de Bera para inventar senderos de descenso en laderas que acondiciona trabajando durante meses con una azada. Su ejemplo ha convencido a la alcaldía local para balizar los trazados y para que algunos voluntarios le ayuden. “Echo en falta el sentimiento de comunidad ciclista que he vivido en Escocia y en otros países. Aquí es como si tuviésemos diez años de retraso: la gente hace una réplica de su cuadrilla, pero para montar en bici, y a mí me gustaría lograr algo más abierto: bares con aroma ciclista, lugares de encuentro e intercambio para jóvenes, una identidad propia y nuevos negocios relacionados con la bici”, opina.
En 1986, un detalle alteró para siempre el turismo en Girona, donde finaliza en dos días la Transpyr. El ex ciclista y director del US Postal de Lance Armstrong, Johnny Weltz, escogió la Costa Brava y el Pirineo gerundense como sede de los entrenamientos del equipo. A rueda de Armstrong se mudaron muchos compañeros profesionales, dibujando de pronto Girona como un paraíso para ciclistas. Ahora lucen cafés con temática relativa a las dos ruedas, empresas dedicadas al turismo del pedaleo, hoteles adaptados para acoger a huéspedes con bicis, alquileres, rutas para todos los niveles de exigencia, lavanderías para ropa técnica, masajistas, fisioterapeutas o nutrición específica. Recién llegados a La Seu d´Urgell, brilla el sol, los senderos están secos y el recuerdo del maravilloso descenso final nos hace recordar que la velocidad, los saltos (modestos) y la levedad nos devuelve a la infancia. Al simple placer del juego.
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