Van Aert acaba sin sillín, pero derrota a Van der Poel en el ciclocross de Benidorm
Una caída y una avería lastran al campeón del mundo, que había ganado las 10 pruebas que había disputado este invierno y llegará como favorito al Mundial de la especialidad
En los hoteles de Benidorm el domingo la hora del desayuno es una algarabía de niños que corren entre las mesas con gofres, colacaos y cereales, y padres que miran embobados y confiesan, estamos aquí porque los niños querían ver a Mathieu Van der Poel. Vanderpúl, pronuncia fuerte el speaker en el parque de Foietes, y acentúa la última sílaba, ¡púl!, secamente, como si fuera la onomatopeya de una explosión, pum, y siguiendo e...
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En los hoteles de Benidorm el domingo la hora del desayuno es una algarabía de niños que corren entre las mesas con gofres, colacaos y cereales, y padres que miran embobados y confiesan, estamos aquí porque los niños querían ver a Mathieu Van der Poel. Vanderpúl, pronuncia fuerte el speaker en el parque de Foietes, y acentúa la última sílaba, ¡púl!, secamente, como si fuera la onomatopeya de una explosión, pum, y siguiendo el rastro de su voz van los niños hacia el circuito del ciclocross, donde se anuncian emociones y diversión. Un Porsche atómico color berenjena y una banda negra que irrumpe petardeando ronco y ensordece a los altavoces les distrae unos segundos. Siguen su rastro como seguirían al flautista de Hamelín hasta que su conductor encuentra un hueco para aparcarlo junto al autobús del Ineos. Es Tom Pidcock. Se baja y se deja aclamar por los chavales, fotos, selfies, autógrafos. Objeto de fascinación un ciclista. Los tiempos han cambiado.
Los ciclistas son niños también, y saben ser ídolos, como Van der Poel, que llega en bicicleta desde su casa española, a 40 kilómetros, junto a Moraira, porque el Lamborghini que maneja con su novia para ir a las carreras en Flandes lo ha dejado en su casa belga, y relajado habla con todos antes de comenzar la carrera, siempre sonriente. Es la undécima del invierno. Ha ganado las 10 anteriores. El culo en el sillín, la cabeza en las nubes, no hay nadie que le tosa.
¿Presión? ¿Qué es eso?
No le hace temblar para nada ni los niños que le adoran, tantos que quieren ser como él, ni la masa de aficionados que llegan del norte a beber cerveza y comer patatas fritas y a gozarla viéndole derrochar vatios salvajes como un bazuca en el arenal, las escaleras, la cuesta de asfalto en la que, cuando acelera, hasta al dron televisivo le cuesta seguirle, aguantar su velocidad. Más de 15.000 espectadores de pago. Y la misma indiferencia muestra ante el destino Wout van Aert, el más discreto de los tres grandes del ciclocross y del ciclismo, que se reúnen en un parque de la Costa Blanca en invierno, y cuánto sol, por última vez en la temporada.
Sonríen y disfrutan, y todo parece un show alegre e intrascendente, pero competir es su vida, ganar su necesidad, y exhibirse generosamente. Van Aert y Van der Poel, 29 años los dos, cuatro meses más joven el nieto de Poulidor, son rivales desde que son conscientes de su existencia. Cuando tenían 14, 15 años no había carrera de ciclocross que no acabara siendo un duelo entre ellos. Hace 12 años, Van der Poel ganó su primer Mundial juvenil. Segundo quedó Van Aert. Practican conscientemente el altruismo de la fantasía y aunque pasen los años, su imaginación no se agota. Son maestros de lo extraordinario. Héroes de dibujos animados.
Nada más comenzar la carrera, apenas pasado minuto y medio de la hora que durará, a la bici Van der Poel se le sale la cadena. Busca dar emoción el mozo, interpretan todos. Sabe que si, como habitualmente hace, se escapa inalcanzable nada más comenzar, los espectadores se aburrirán y, ahítos de cerveza, acabarán insultándolo. Todos se preparan para una remontada épica, algo que contar maravillados. Van der Poel les responde infalible. Después de la avería, Van der Poel está más allá del puesto 30. En tres vueltas, apenas nueve kilómetros, menos de 20 minutos, con aceleraciones fulgurantes, adelantando por huecos inverosímiles, correcaminos contra el coyote, ya se coloca en cabeza. El circuito es rápido. No es fácil hacer diferencias. Van Aert y Van der Poel duermen la carrera. Juegos táctico. Pidcock, ciclista de bolsillo, ágil y saltarín, aparece por delante y desaparece. Felipe Orts, el mejor español, un ciclista empeñado en ser tan bueno como belgas u holandeses, un esforzado, no ceja, pelea, lucha, acelera, se recupera, se mantiene cerca.
Todo está bajo control. Todo se decidirá en la última vuelta. Quizás en el sprint final, la última recta tan corta. “No tenía las piernas más frescas”, confiesa Van der Poel. “No pude hacer la diferencia después de la remontada. Tenía que esperar”
Todo debería haber sido así, pero la calma mata a Van der Poel, al que ni sus pantalones blancos de la buena protegen y al salir del penúltimo paso por la piscina de arena trastabilla y se da con un saco de arena sin percatarse de que detrás hay un poste de hierro con el que su hombro choca. Cae al suelo. Minuto 50. Su carrera está perdida. Van Aert acelera. Solo resiste su ataque su compatriota y coetáneo Michael Vanthourenhout, y de él se deshace en el minuto 58 con un acelerón, vatios a mansalva, en el repecho de asfalto. El resto debería haber sido una marcha triunfal para el belga cuatro veces segundo tras Van der Poel este invierno (y otra vez tercero y otra quinto), pero él tampoco se pudo privar del derecho de vestir de emoción lo ya escrito con un sobresalto, oda a lo inesperado, a solo 200 metros del final. “Fue una acción superestúpida por mi parte”, reconoció el belga, que se cayó torpemente al intentar montar de nuevo en su bicicleta tras pasar a pie el obstáculo de los tres tablones que las ocho vueltas anteriores había superado levantando ágilmente las dos ruedas de su bicicleta sin descender de ella. “Como vi que tenía mucha ventaja decidí no arriesgar y pasar los tablones a pie. Pero al mismo tiempo lo quise hacer muy rápido. Y me equivoqué”. Al fallar en su salto, la bici cayó al suelo, en el que golpeó con fuerza el sillín, y al hacerlo salió volando, tan ligero es el material, tan frágil. Van Aert recorrió los últimos metros con el susto en el cuerpo y el culo en la tija, el tubo del sillín, de la que se levantó al cruzar la meta, para que todo el mundo lo viera y lo valorara. “Me duele un poco la muñeca, pero es así como tenía que ser”, explicó Van Aert, que cree en las premoniciones. “Ayer mi madre se rompió la muñeca, y mis padres se casaron un 13 de julio, así que cuando vi que me tocaba el dorsal número 13 [y lo llevó derecho, no invertido, como hacen la mayoría para conjurar el gafe] supe que sería mi día. Sí, tuve un poco de mala suerte en la carrera, pero pude con todo”.
Van der Poel terminó quinto –”y no pude haber quedado mejor, es un resultado justo”, dijo—y se rompió su racha de invencibilidad que duró 10 carreras, todas las disputadas este invierno. “Era un tema que interesaba más a los periodistas que a mí. Algún día tenía que romperse”, dijo el doble campeón del mundo, de ciclocross y de ruta, dos arcoíris simultáneos. “Y mejor que haya sido aquí que dentro de dos semanas, cuando dispute el campeonato del mundo”.
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