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Música, convivencia y democracia

La música tiene algo concreto que aportar. No solo nos invita a escucharnos, sino también a reconocernos como parte de una misma comunidad, plural, creativa y democrática

Últimamente hemos visto con frecuencia cómo en el mundo, y particularmente en el contexto que vive Chile, se instalan discursos que apelan al miedo y la inseguridad. Si bien alguien podrá argumentar que existen sustentos válidos para que la población se sienta más insegura que antes, no son pocos los discursos políticos que van mucho más allá. Se teme al “otro”, se caricaturiza al distinto, se construyen fronteras simbólicas que muchas veces derivan en exclusión. Estos discursos no nacen del vacío: se alimentan del desconocimiento, de la falta de contacto y de una creciente desconfianza entre personas que comparten un mismo espacio social.

Frente a ese escenario, la educación –y dentro de ella, la educación artística– tiene un rol que no es accesorio. En especial, la música puede contribuir a revertir estas lógicas, no desde la retórica sino desde la práctica concreta. Ensayar, tocar en grupo, organizar un concierto escolar, grabar una canción en conjunto son todas actividades que exigen escucha, respeto, coordinación, y donde nadie queda afuera si se plantea con una perspectiva inclusiva.

Desde Rock al Patio hemos trabajado con comunidades escolares en distintas regiones del país. Muchas de ellas enfrentan desafíos reales de convivencia, con estudiantes de diversos orígenes culturales, con experiencias migrantes, de género o de neurodiversidad. En ese contexto, la música ha demostrado ser una herramienta eficaz para generar vínculos, para visibilizar trayectorias personales, incorporar repertorios y estilos diversos, y para instalar el valor de la diferencia como parte de la vida cotidiana.

El repertorio musical no es nunca neutro. Escoger qué se canta o se interpreta en una banda escolar implica abrir una conversación sobre identidades, gustos, memorias y pertenencias. Hemos sido testigos de cómo niñas y niños neurodivergentes encuentran un lenguaje expresivo propio en la música, o cómo estudiantes migrantes logran hacer escuchar su cultura y sus raíces a través de un ritmo o una letra. Del mismo modo, jóvenes con identidades de género diversas encuentran en la práctica artística un espacio de afirmación, donde no necesitan esconderse, sino que pueden mostrarse y ser reconocidos en su singularidad.

La experiencia musical –en la infancia y adolescencia– ofrece una estructura para habitar el desacuerdo sin violencia, para practicar la colaboración sin uniformidad, y para construir identidad sin negar al otro. La práctica en conjunto, además, exige formas organizativas que muchas veces escapan al esquema jerárquico tradicional. Las bandas escolares operan con dinámicas horizontales: todos y todas deben aportar, y los liderazgos se distribuyen. No hay éxito individual sin sincronía grupal. En ese sentido, hacer música juntos es también ensayar una forma de democracia cotidiana.

La Política Nacional de Educación Artística plantea con claridad que el desarrollo de una ciudadanía crítica, participativa e inclusiva requiere de una educación que articule cultura, arte y formación integral. Este marco reconoce que las artes no sólo enriquecen la experiencia escolar, sino que también aportan a la cohesión social y al fortalecimiento de la democracia, especialmente cuando se promueven desde edades tempranas.

La música no reemplaza el debate político, ni resuelve por sí sola las tensiones sociales. Pero puede contribuir a que ese debate se dé en mejores condiciones. A que haya más reconocimiento mutuo y menos deshumanización. A que niños, niñas y jóvenes crezcan en entornos donde aprender a convivir y a reconocer al otro sea una práctica diaria. Decía Álvaro Uribe (citando a Gustavo Dudamel): “Un niño o joven que abrace un instrumento musical, jamás empuñará un fusil”. Nosotros lo vemos cada día: un estudiante que descubre su talento musical descubre también su valor, su voz y su derecho a ser parte, y de formar comunidad con otros que son distintos pero igual de valiosos.

Y esa comunidad se expande. En cada concierto escolar, en cada festival organizado por estudiantes y docentes, la escuela abre sus puertas a las familias, a los vecinos, a los equipos de apoyo. Son momentos de visibilización, de encuentro y de orgullo colectivo. Los apoderados se involucran no solo como público, sino como productores, técnicos, mentores, escenógrafos y gestores. Su participación fortalece el lazo entre escuela y familia, y proyecta hacia afuera los valores que se cultivan dentro del aula.

Los resultados están a la vista: mejoran el clima escolar y la asistencia, se elevan las percepciones de pertenencia y participación, y muchos estudiantes encuentran un nuevo sentido a su paso por la escuela. En contextos donde la desafección y la desmotivación parecen dominar, la música ofrece un horizonte distinto. Es un acto de afirmación individual, pero también de memoria colectiva y de ejercicio de libertad.

En vez de usar el miedo como herramienta electoral, sería más honesto y urgente preguntarse cómo construimos espacios donde la diferencia no sea percibida como una amenaza. Y en eso, la música tiene algo concreto que aportar. No solo nos invita a escucharnos, sino también a reconocernos como parte de una misma comunidad, plural, creativa y democrática.

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