En la cocina de la mejor empanada de pino de Santiago de Chile: “Hasta el origen de la sal influye”
Guillermo Vivanco, el chef detrás del premiado producto local, relata cómo cocinó su éxito a fuego lento
Cuando Guillermo Vivanco tenía seis años avisaba a los vecinos del barrio República, en el centro de Santiago, que su madre vendía sal y azúcar en su casa. Era un hogar donde el pan se compraba ya duro para administrar bien cada peso que entraba. Eran los inicios de los ochenta y de almacén familiar. Con el tiempo, la idea de negocio se transformó en un espacio de 10 metros cuadrados que ofrecía productos para la despensa, alimentos perecederos y… empanadas de pino. Las compraban y revendían. Tenían una salida que, sin ser nada especial -una decena al día-, sí era estable. Pero a Vivanco no le gustaban. Cuando tenía 19 años y comenzó a involucrarse en el local, decidió elaborar él mismo el clásico de la gastronomía chilena. Un cuarto de siglo después, el almacén Don Guille, ahora a su cargo, tiene clientes esperando desde las 8.30 de la mañana en septiembre a que abran las puertas a las 10.00 para adquirir la deliciosa masa rellena de picadillo de carne, cebolla, huevo, aceituna y ají. Y es que por segundo año consecutivo ha sido elegida como la mejor empanada del Gran Santiago en el concurso del Círculo de Cronistas Gastronómicos y del Vino de Chile.
Es hora de almuerzo de un martes del mes de las fiestas patrias chilenas, y se huele en el almacén ubicado en la calle Gorbea 2554, barrio República. Ya no tiene 10 metros cuadrados, sino 100, ocupados en gran parte por una amplia cocina trasera donde una decena de personas cumplen con prolijidad las distintas tareas que implica producir 1.900 empanadas diarias. Uno se encarga de quitarle toda la grasa a una posta negra paraguaya de Frigorífico Concepción. Luego se sella al vacío y va a madurar unos 10 días a las cámaras de frío para que quede más blanda. La grasa no se bota. Con ella se preparan concentrados con algunos aditivos de origen vegetal y condimentos, que se utilizan para el pino.
En el segundo piso una señora pela cebollas. Lleva 120 y contando. En el patio trasero, la madre de Vivanco, de 68 años, hace lo propio con una velocidad asombrosa. A ninguna le corren lágrimas por los ojos. Dicen que eso deja de ocurrir con la experiencia. Después las cortan en cuatro y las lavan hasta que el agua salga limpia. En el espacio de los fogones hay sendas ollas donde las ya picadas se van dorando a fuego muy lento hasta que estén tiernas. En uno de los fogones, una manteca de cerdo se derrite hasta alcanzar una temperatura más alta que la tradicional. Con ella se pintará la masa para darle un aspecto campestre.
“Hasta de dónde viene la sal le influye. No todas tienen el mismo sodio”, apunta Vivanco, de 44 años, vestido de delantal y con la cabeza cubierta por un pañuelo. “Para los condimentos -comino, ají rojo, pimienta negra-, importa la localidad donde se cultiva. La primera de molienda es la que viene con mayor aroma, y eso tiene que ver con la calidad. Y a mayor calidad, menor cantidad. Eso repercute en que a la persona no le caiga mal”, añade el chef que ya de adulto pudo estudiar gastronomía internacional.
A las afueras del almacén una mujer consulta a las decenas de clientes que esperan entrar cuántas empanadas van a querer. Diariamente elaboran 1.300 por encargo y 600 a los que se dejan caer. Cuando llegan a la meta, alguien del equipo sale a comunicar la mala noticia a los últimos de la fila que ya no quedan. Piden de a dos, cinco, 20. El día anterior hicieron una entrega de 800. Vivanco está durmiendo en promedio tres horas diarias en estas fechas. Y es que en septiembre “la gente se vuelve loca”. El mes patrio del año pasado se vendieron 40.000. Cada año suelen sumarse unas 5.000 más. Pero fue solo hace cinco años que aparecieron los volúmenes mayúsculos.
En 2020, las empanadas de Don Guille recibieron el premio de “empanada emprendedor”. “La gente pensaba que era la mejor empanada, pero habíamos salido cuartos”. Para entonces vendían 50 al día. Y tras el galardón, la demanda aumentó a 1.000. De un día para otro. El hijo de Vivanco, de 18 años, se puso de cabeza a hervir, pelar y cortar huevos. Su esposa, Paula Díaz, atendiendo y Vivanco llamando a familiares para que lo ayudaran a echar andar una verdadera fábrica de empanadas. Aquel hijo estudia hoy sicología y Paula, de muy buen trato, continúa entregando los pedidos a los clientes. Ella es educadora de párvulo y la idea es que más temprano que tarde regrese a lo suyo. Y ahora es su hijo de nueve el que los ayuda a pelar huevos.
En el centro de la cocina se ubica un extenso mesón con dos largas masas extendidas a lo largo. Cinco asistentes del chef cumplen con perfecta sincronía la mecánica: cortar en círculos, colocar los huevos, las aceitunas, rellenarlas con pino, moldear y pintar. Otro las coloca en bandejas y las mete a los hornos. Pareciera que están en esos programas de cocina en que corren contra el tiempo. Y, de cierta forma, así es. Las decenas de hambrientos comensales están esperando sus pedidos.
Mientras ocurre el proceso en cámara rápida, Vivanco piensa en su pasado. Dice que ahora tiene más dinero, que lo ha ido ganando con el tiempo, pero que tiene vecinos que, al igual que en sus orígenes, comprar una empanada por 3.000 pesos (3,15 dólares) era el gustito que se daban una vez al mes. “Entonces ¿cómo les vas a fallar? ¿Cómo no van a ser buenas? ¿Cómo van a tener poco relleno?”, reflexiona.