‘De te fabula narratur’
Venezuela nos duele a las izquierdas por muchas razones, pero quizás sobre todo porque habla de nosotros, de quienes somos herederos de las luchas populares del pasado y nos hallamos comprometidos con aquellas del presente
Para hablar de la debacle de la Venezuela bolivariana, si es que podemos seguir considerando al gobierno de Nicolás Maduro parte de ese proyecto, quizás convenga comenzar invocando algunas escenas del film La revolución no será televisada de Kim Bartley y Donnacha O’Briain, en el que documentan el golpe de Estado perpetrado en 2001 contra el presidente Chávez por la derecha venezolana con apoyo de Estados Unidos. La película, y los numerosos relatos que se han escrito de aquellos días dramáticos, dejan en claro una verdad: el golpe fue derrotado por un pueblo que, espontáneamente, se volcó a las calles para defender a un gobierno que consideraba propio. El chavismo -y hay quienes cifran en ese episodio su comienzo efectivo como identidad política-, ofreció allí una soberbia demostración de su arraigo en las masas, la única fuerza en la que un proyecto político popular puede apoyarse para existir y resistir los embates de sus adversarios. Dos décadas después, no parece haber rastro alguno de esa fuerza, y aquí radica un elemento central para quienes nos aproximamos a esta tragedia desde una perspectiva de izquierdas.
A la izquierda, Venezuela le duele y le pesa, y no es para menos. En el fracaso de lo que ha sido uno de los procesos más prometedores de transformación social emprendido en América Latina después de las derrotas de los proyectos revolucionarios del siglo XX, se dan cita cada uno de los grandes dilemas que la historia propia nos ha heredado: la tensión entre democratización y autoritarismo, el peligro de la burocratización, la Estadolatría, la corrosión, el caudillismo. El agravamiento de esta crisis, tras la elección presidencial del 28 de julio, no ha hecho sino crujir a las izquierdas de un lado y otro del Atlántico.
Las posiciones en disputa son las previsibles y van desde quienes, aferrados a esquemas abstractos, son incapaces de reconocer la corrupción de las cúpulas que dirigen al Estado y al PSUV, a quienes solo ven la mano infame de la intervención estadounidense e igualan antiimperialismo con lealtad acrítica al gobierno de Nicolás Maduro, a quienes, al contrario, se pliegan sin más a las posiciones de la derecha venezolana liderada por grupos golpistas y promotores de la injerencia norteamericana y que tienen una responsabilidad directa en la desestabilización del país. Ninguna de estas aproximaciones permite comprender la complejidad del proyecto bolivariano, desde sus enormes hazañas redistributivas hasta su actual agonía y decadencia, así como tampoco contribuye a la búsqueda de salidas en las que el pueblo venezolano sea el actor principal.
Si algo se requiere desarrollar para comprender esta tragedia es la capacidad de combinar un conjunto heterogéneo de factores concomitantes, sin aceptar determinismo alguno que exculpe de responsabilidad a las élites tanto del gobierno como de la oposición. Para quienes nos ubicamos en la izquierda, se requiere también un compromiso férreo con la verdad, la honestidad para reconocer los errores y horrores cometidos por fuerzas políticas que son parte de nuestro campo y la sensibilidad humana suficiente para hacernos solidarios con el drama que viven los sectores populares, los pobres y los marginados, en definitiva, aquellos que eran, precisamente, los destinados a protagonizar cada vez más este experimento político que se propuso hacerlos gozar de la riqueza colectiva.
Hagamos un poco de memoria. Cuando en 1998 Hugo Chávez y su Movimiento Quinta República triunfó en las urnas se abrió una grieta fértil en la hegemonía neoliberal que reinaba en el mundo y el continente, en un momento en que la izquierda a nivel global no lograba levantar la cabeza tras la implosión del bloque soviético. Si en 1994 el zapatismo había lanzado un grito libertario desde la selva Lacandona, que se proponía construir otro mundo sin la toma del poder estatal, Chávez venía a recuperar una arraigada forma latinoamericana de articular lo nacional popular con vocación de mayorías: el caudillo militar que encarna un ideal nacionalista, aintiimperialista, desarrollista y redistributista, a lo que Chavez añadió la reanimación de un ideario bolivariano de unidad continental y la invitación a repensar el socialismo del siglo XXI, aunque en la práctica se tratara de una tentativa de desarrollo de un capitalismo nacional de carácter fuertemente redistributivo, lo que, sin ser poco, no es precisamente un proyecto de superación de la sociedad capitalista. Recordemos que el intento de declarar a Venezuela una república socialista fue derrotado en 2007, en un referendo cuyos resultados fueron respetados.
El devenir de la revolución bolivariana nos interpela. Como fue que un proceso que alcanzó niveles tan importantes de arraigo popular, que empujó un conjunto de políticas sociales destinadas a redistribuir radicalmente la renta petrolera, que promovió formas de democracia participativa y directa se ha descompuesto hasta el nivel que apreciamos hoy. Los elementos clave vienen siendo advertidos desde el comienzo de esta historia por intelectuales y militantes: el autoritarismo propio de la cultura militar y la militarización del Estado; la extrema dependencia de los precios del petróleo y los ciclos económicos internacionales; la identificación entre Estado y partido; la forma clientelar de vinculación con las organizaciones del campo popular hasta el punto de desalentar su autonomía. Todo esto viene siendo advertido hace años por sectores de la izquierda venezolana, incluidos grupos chavistas que en la última década han abandonado las filas del oficialismo acusando una deriva abiertamente autoritaria, inconstitucional y contraria a los ideales que inspiraron el heterogéneo campo de este movimiento.
Esta descomposición se ha agravado vertiginosamente desde 2015, cuando la oposición alcanza la mayoría calificada de la Asamblea Nacional y el Gobierno de Nicolás Maduro opta por eludir este órgano con artimañas legales. De ahí en más, la corrupción de las instituciones de la República y la reversión de los instrumentos democráticos de los que el chavismo se enorgullecía -como la posibilidad de convocar a plebiscitos revocatorios- no hará más que acelerarse hasta alcanzar los extremos que observamos hoy. Se suma a este cuadro, para añadir problemas, la debilidad de las izquierdas y el chavismo crítico, que no ha podido convertir su lucidez en una fuerza política con arraigo en las masas para ser una alternativa de salida, democrática y popular, de esta crisis. Ese vacío es también un elemento necesario en este balance.
Venezuela nos duele a las izquierdas por muchas razones, pero quizás sobre todo porque habla de nosotros, de quienes somos herederos de las luchas populares del pasado y nos hallamos comprometidos con aquellas del presente. Somos parte del devenir de la revolución bolivariana. Cargamos con sus aciertos y sus errores. No podemos escapar a su destino. De te fabula narratur [a tí se refiere la historia] anotaba Marx al final del prólogo a la primera edición de El Capital. Eligió esa sentencia de las Sátiras de Horacio para que nadie, al leer su análisis del capitalismo, se sintiera espectador de un drama ajeno. La tragedia de Venezuela, por eso nos duele tanto, habla de nosotros, de la izquierda, de nuestros fantasmas y de todo aquello que, lejos de haber sido superado, hoy se nos devuelve en el decadente devenir de un esfuerzo, heteróclito y genuino, de emancipación latinoamericana en el que depositamos enormes esperanzas.
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