Entre luces y sombras: el legado político de Lagos y Piñera
Es innegable que ninguno de los dos expresidentes tuvo un Gobierno intachable. Sin embargo, esta es la grandeza de la democracia: incluso en sus momentos más oscuros, surge una chispa de esperanza
En los últimos días, dos expresidentes de Chile salieron de la escena pública. Uno, Ricardo Lagos, de manera planificada y voluntaria; otro, Sebastián Piñera, intempestiva y dolorosamente producto de un trágico accidente. Comienza con ello el escrutinio sobre sus gobiernos, sus ...
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En los últimos días, dos expresidentes de Chile salieron de la escena pública. Uno, Ricardo Lagos, de manera planificada y voluntaria; otro, Sebastián Piñera, intempestiva y dolorosamente producto de un trágico accidente. Comienza con ello el escrutinio sobre sus gobiernos, sus luces y sombras, sus altos y bajos. Es probable que durante un tiempo prime la consternación que rodea los acontecimientos impactantes, para luego dar paso a las miradas más reposadas que requiere la historia. En particular, la muerte de una persona suspende solo temporalmente el juicio para permitir el luto, pero exige que luego se observe con mayor detenimiento qué decisiones y cómo las tomó el personaje en cuestión.
Mirar el recorrido de ambos hombres de Estado es examinar la vida reciente de nuestra Patria y de la actividad política misma. Sus trayectorias nos dejan varias lecciones: que en política las derrotas nunca son definitivas y las victorias siempre están hipotecadas; que la alegría y la desazón están emparentadas casi como hermanas; que la democracia es una conquista siempre precaria; y, sobre todo, que la línea que divide el bien y el mal atraviesa el corazón de todos los hombres sin distinción.
Solo aquella moralina tan de moda pretenderá encontrar vidas totalmente puras o irremediablemente condenadas. Esa mirada maniquea de lo político que tanto daño hace y que empobrece nuestra aproximación a los fenómenos políticos y sociales. Contra esa opinión tan extendida, hay una madurez en reconocer la ambigüedad propia y ajena, que lleva a comprender mejor esa actividad tan criticada como indispensable: no sabemos vivir sin política, tal parece ser nuestra condena y nuestra bendición.
Esto último es particularmente cierto para quienes ejercen el poder de la presidencia. En países como Chile, el Ejecutivo es el principal motor de la vida política y quien, además, está a cargo de funciones tan críticas como la seguridad.
De ahí que mandar sea tan complejo: supone aceptar que los medios buenos no siempre llevarán al bien, que las intenciones no bastan, y que habrá casos en los que se deberá usar el medio propio del Estado –la violencia física legítima–. Lagos y Piñera bien supieron utilizarla, ninguno de los dos con particular gusto. A pesar de este pacto ingrato, la política también puede sacar a relucir las mayores virtudes de las que es capaz el ser humano. Pocos son capaces de resistir la tentación del poder, una fuerza con enorme potencial corruptor; asimismo, pocos son capaces de vivir una vida política destacada. Contamos con suficientes y dolorosos ejemplos de quienes se han perdido en el camino.
En un mundo donde el poder fluctúa y cambia, la lección es clara: el ejercicio del poder no da licencia para caprichos. Las páginas de la historia están marcadas por aquellos que comprendieron este principio fundamental y aquellos que, lamentablemente, lo ignoraron. Aprender de los errores del pasado es crucial para aquellos que actualmente detentan el poder y para aquellos que aspiran a hacerlo en el futuro. El poder, lejos de ser un medio para la satisfacción personal, conlleva una responsabilidad inmensa: la de servir a la sociedad con integridad, empatía y visión de futuro. El verdadero legado no se construye con gustitos fugaces, sino con acciones que trascienden el presente y benefician a las generaciones venideras. Comprendieron que la trascendencia no se alcanza a través de palabras y discursos, sino mediante la acción concreta y efectiva. Reconocieron que la auténtica prueba de liderazgo se manifiesta en la tediosa, y muchas veces poco glamorosa, labor de administrar el Estado. En contraste con las promesas grandilocuentes y los intentos de refundación, es en la gestión estatal donde se revela la verdadera eficacia de los líderes, allí donde muchos han naufragado pues requiere una voluntad constante e inquebrantable.
Por otra parte, los acontecimientos recientes nos confrontan a dos realidades inevitables de la existencia que a menudo preferimos ignorar: la vejez y la muerte. Se trata de dos fenómenos tan cotidianos como olvidados, que tocan incluso a los hombres públicos con apariencia más invulnerable. Recordar la inevitabilidad de ambas también ayuda a poner en perspectiva nuestra actividad propia, para situarla en un horizonte más profundo que obliga a buscarles un sentido.
Es innegable que ninguno de los dos expresidentes tuvo un Gobierno intachable. Durante sus mandatos atravesaron momentos difíciles en los que se cuestionaba seriamente la solidez de las instituciones. En ciertos casos, la República se tambaleó, en parte debido a sus propias acciones. Sin embargo, esta es la grandeza de la democracia: incluso en sus momentos más oscuros, surge una chispa de esperanza, un camino hacia adelante, la posibilidad de un nuevo inicio. La democracia no exige líderes perfectos ni héroes, sino más bien una paciencia ardiente y la voluntad inflexible para seguir adelante, para dejar algo a la generación venidera.
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