El largo aprendizaje de los 50 años

Fui parte de la juventud que se entusiasmó por las posibilidades que ofrecían la política y la construcción de proyectos colectivos que fueron interrumpidos en la madrugada del 11 de septiembre de 1973

Un grupo de carabineros vigila el palacio de La Moneda, el 11 de septiembre de 1973.Horacio Villalobos (Corbis via Getty Images)

Hace 50 años, Chile fue desgarrado por un golpe de Estado. Décadas de transformaciones sociales y de avances democráticos fueron interrumpidas por el despliegue armado que en la madrugada del 11 de septiembre se extendió desde Valparaíso hacia todo Chile. El bombardeo del palacio de La Moneda se convertiría en el preámbulo de una represión que como país no habíamos conocido, pero cuyo mensaje era explícito: quienes tenían el contr...

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Hace 50 años, Chile fue desgarrado por un golpe de Estado. Décadas de transformaciones sociales y de avances democráticos fueron interrumpidas por el despliegue armado que en la madrugada del 11 de septiembre se extendió desde Valparaíso hacia todo Chile. El bombardeo del palacio de La Moneda se convertiría en el preámbulo de una represión que como país no habíamos conocido, pero cuyo mensaje era explícito: quienes tenían el control de la fuerza bruta podían dar por terminada la democracia y las libertades que ella garantiza.

Fui parte de la juventud que se entusiasmó por las posibilidades que ofrecían la política y la construcción de proyectos colectivos. En los sesenta y setenta se logró un progreso que iba de la mano de nuevas conquistas sociales y la incorporación de quienes habían sido apartados del crecimiento de Chile. La reforma agraria, la chilenización y luego la nacionalización del cobre, las políticas en educación, en salud, en vivienda, eran parte de una mirada que daba cabida a la dignidad mediante la organización barrial y en los campos, la participación en las industrias, en la política y en el horizonte nacional.

La democracia era el acuerdo común, el punto de partida para expresar en las urnas los apoyos que concitaban los proyectos de unos y otros. Ni la Constitución de 1925 ni el sistema político eran perfectos. Pero la gran mayoría del país creía en el voto y el estado de derecho como marco para tomar decisiones. Sobre todo, las crecientes libertades eran un claro ejemplo de cómo Chile se modernizaba para mujeres, jóvenes, campesinos y pobladores. Había motivos para entusiasmarse y decidir tomar parte.

Fue ese pacto esencial el que la dictadura enterró. Sin la necesidad de convencer ni de construir acuerdos, sino que únicamente con la represión y la amenaza, las Fuerzas Armadas y de Orden bajo el mando del general Augusto Pinochet, sumado al importante apoyo de civiles en áreas claves, impusieron por 17 años un régimen que cerró el Congreso, prohibió partidos y sindicatos, intervino universidades, estableció censura y manipulación en la prensa, dejó a la mitad de la población bajo la línea de la pobreza, forzó a cientos de miles de compatriotas a partir al exilio y dejó la herida abierta de más de 38.000 personas sobrevivientes de prisión política y tortura, y 3.216 personas asesinadas, casi la mitad de las cuales fueron víctimas de la desaparición forzada.

Cincuenta años después, no hay claridad sobre los consensos mínimos que tenemos como país respecto de este capítulo fundamental de nuestra historia. En conmemoraciones anteriores parecía haberse llegado a un punto de entendimiento: nunca más en Chile podemos permitir que vuelva a ocurrir el horror. Hoy, paradójicamente, se abren paso las vacilaciones y las negaciones en lugar de asentarse con el tiempo la convicción que la democracia y una cultura de derechos humanos son la base de nuestra convivencia.

En 2023 se toleran discursos que minimizan las violaciones a los derechos fundamentales o reivindican los golpes de Estado como instrumentos válidos para tomar decisiones. Se debilita dramáticamente el conocimiento y la valoración de la democracia y los derechos civiles y políticos en la juventud. Se confunde el derecho humano a la seguridad con la utilización demagógica que pide el regreso de la pena de muerte o la anulación del otro por ser pobre o extranjero.

Es doloroso constatar que nuestro aprendizaje no termina. No hablo de la lectura política que podemos hacer de los procesos sociales; hablo de convencimientos éticos, de mínimos que permiten mirar juntos el futuro.

¿Qué nos pasó? Ha sido demasiado largo nuestro aprendizaje como sociedad. Nos faltó fuerza para hacer más como Estado. Nos faltó colaboración de parte de los perpetradores. En definitiva, no hemos logrado integrar de manera contundente lo que nos enseñó la pérdida de la democracia. Cuando hoy el 70% de los chilenos y chilenas no había nacido en 1973, esta tardanza plantea retos aún mayores.

Sigue recayendo en quienes fuimos testigos y protagonistas de los hechos pasados una parte importante de la tarea de procesar, comprender, transmitir. Pero no basta con la labor testimonial; se requiere que todos los actores, de todas las generaciones, asuman la responsabilidad de empujar un conjunto de tareas fundamentales.

Primero, hacer entender el valor la democracia requiere que se perfeccione su ejercicio cotidiano, a nivel de normas pero sobre todo prácticas. No hay mejor pedagogía que una democracia que es eficaz en atender las demandas más sentidas de nuestros compatriotas y que da certezas de legitimidad y probidad en su funcionamiento.

Segundo, hacer valer los derechos humanos como la protección a la igualdad y dignidad de cada habitante de Chile pasa por cerrar brechas pasadas y presentes. Sobre el pasado sigue pesando que no hayamos dado respuestas integrales en verdad, justicia, reparación, memoria y garantías de no repetición. El tiempo apremia, pero aún se puede cerrar esta deuda. Respecto del presente falta mayor firmeza para impedir vulneraciones en niñez, en personas mayores, en materia migratoria, en condiciones carcelarias, en la discriminación constante a grupos de especial protección.

Tercero, el debate público exige mucho más de sus intervinientes. Solamente podremos enfrentar nuestras diferencias con un intercambio de conocimiento basado en evidencia, y con reglas claras para preservar la libertad de expresión pero sin dejar que la desinformación atente contra la posibilidad de debatir. Las palabras son el prólogo de los actos violentos, no podemos permitir escaladas que traen odio.

El mayor aprendizaje que podemos rescatar de esta conmemoración es que no se puede abandonar la labor de construir memoria y desarrollar políticas para garantizar el nunca más. La democracia está fragilizada y enfrenta riesgos reales si bajamos la guardia. No es aceptable la indiferencia: nuestro deber es crear condiciones para reencontrarnos en el tratamiento pacífico de nuestras diferencias, con una política que recupera su credibilidad con las únicas armas válidas: la razón y el diálogo que respeta al otro legítimo, a cada persona con la que compartimos la construcción diaria de un Chile mejor.

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