Milei, 100 días de populismo de derecha en Argentina
El presidente ultra colocó a la defensiva a muchos políticos, a los que subsume dentro del colectivo “casta”
Javier Milei cumple 100 días en el poder. Intensas, contradictorias, pendencieras, las primeras semanas del Presidente libertario en la Casa Rosada ofrecen una oportunidad para mirar por el espejo retrovisor y, en base al breve sendero recorrido, vislumbrar hacia dónde se dirige la Argentina, con sus luces, sombras e intrigas. Porque se define a sí mismo como un león, pero no son pocos los que temen –o desean– que no termine su mandato.
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Javier Milei cumple 100 días en el poder. Intensas, contradictorias, pendencieras, las primeras semanas del Presidente libertario en la Casa Rosada ofrecen una oportunidad para mirar por el espejo retrovisor y, en base al breve sendero recorrido, vislumbrar hacia dónde se dirige la Argentina, con sus luces, sombras e intrigas. Porque se define a sí mismo como un león, pero no son pocos los que temen –o desean– que no termine su mandato.
El primer logro de Milei es, sin duda, discursivo: durante estos 100 días logró replantear los ejes de debate público. No es menor en un país donde el kirchnerismo consolidó un relato populista de izquierda y de un Estado “presente”. Pero Milei le planteó lo que calificó como una “batalla cultural”: ganó las elecciones prometiendo el achique del sector público y hasta logró que los argentinos incorporen el latiguillo “no hay plata” a sus vidas cotidianas. Circula en las redes sociales, como logo en camisetas y lo repiten muchísimos jóvenes como mantra.
El segundo logro de El Loco, como lo apodan, es táctico: al frente de otro populismo, pero de derecha, colocó a la defensiva a muchos políticos, a los que subsume dentro del colectivo “casta”. Los obligó, como dice el refrán, a poner sus barbas en remojo. Paladines del despilfarro –siempre con fondos públicos, nunca con billetera propia–, sobran ejemplos de dirigentes de primerísima línea que ahora piensan dos y mil veces antes de volar en avión privado o contratar a una artista para un evento en su distrito.
El tercer logro pasa por su especialidad, la economía. La inflación parece comenzar a ceder –al menos según los parámetros argentinos, ya que bajó del 20,6% de enero al 13,2% de febrero–, el Banco Central sumó reservas, el peso mostró incluso una apreciación tenue y colocó un nuevo bono, en tanto que el ministro de Economía, Luis Caputo, cerró el primer mes del año con superávit fiscal, una rareza total en la Argentina.
Pero la otra cara de esos logros resulta preocupante. Para empezar, porque Milei avanza con la delicadeza de un elefante en una cristalería. Y para reducir el gasto público no recurrió al bisturí, sino a su declamada motosierra. ¿Conclusión? Para que mejoren las cuentas del Estado nacional pisó las transferencias a las provincias y acumuló deuda con los importadores, congeló la obra pública y dio luz verde a las subas de tarifas y combustibles, entre otras decisiones draconianas que deja enormes daños colaterales.
El resultado fue previsible, según coinciden las consultoras privadas. Se licuaron salarios y jubilaciones, se retrajo el consumo, se enfrió la economía y aumentó la pobreza. Hoy, al menos el 57% de los argentinos es pobre, según las proyecciones del respetadísimo Observatorio de la Universidad Católica Argentina (UCA). El porcentaje, cabe aclarar, es el más alto desde el colapso institucional a fines de 2001 –cuando el país acumuló cinco presidentes en un par semanas–, y se espera que trepe aún más durante los próximos meses.
Así, el ajuste que impulsó Milei durante sus primeros meses de gestión resultó tan drástico y áspero que logró lo impensable. Hasta el Fondo Monetario Internacional (FMI) le recomendó ser más contemplativo y “proteger a los más vulnerables”, para de ese modo “evitar que el peso del ajuste caiga desproporcionadamente sobre las familias pobres y trabajadoras”. Ver para creer: el Fondo, corrido por derecha.
Más relevante en términos institucionales, El Peluca, otro apodo del presidente, encontró ya sus primeros límites. Por un lado, la Justicia suspendió por inconstitucional la aplicación de un capítulo del decreto de necesidad y urgencia (DNU) que había impulsado con múltiples reformas de fondo. Por el otro, el Senado también rechazó ese DNU, la semana pasada, mientras que la Cámara de Diputados torpedeó su megaproyecto de ley, con más reformas, al punto que el Gobierno optó por retirarlo de la trituradora.
Como era de esperar, Milei respondió a cada rechazo, negativa, límite y hasta ligera discrepancia con insultos y agresiones verbales. Al que no acusó de corrupto lo tildó de “traidor”, “orko”, “rata” y, lo que para él es peor, “zurdo”, cuando no da su beneplácito –y un “like” y retuitea– a posteos que difunden caricaturas de sus rivales con rasgos de síndrome de Down, o promete “mear” –orinar, en criollo– a los gobernadores. Lo inquietante es que incluso personas cercanas a sus ideas o de su espacio afrontan la lluvia ácida: desde la vicepresidenta Victoria Villarruel hasta el referente de la derecha local, Ricardo López Murphy, al que pasó de calificar como “segundo padre” a tildarlo de “basura” y “delincuente”. ¿Por qué? Por plantear dudas técnicas sobre el camino a la dolarización que quiere recorrer Milei.
A esta altura, queda claro que para el presidente hay una “casta” mala y una “casta” buena. Integran la primera todos los políticos que discrepen con él o, incluso, que tengan parejas que disientan con él. ¿Un ejemplo? Echó a Osvaldo Giordano, al que había designado al frente de uno de los organismos más importantes del Estado, la Anses, y que había denunciado el que a todas luces es el peor escándalo de corrupción del presidente anterior, Alberto Fernández. Pero Milei echó a Giordano como represalia por un voto de su esposa, diputada nacional, en el Congreso. ¿La “casta” buena? Aglutina dirigentes con décadas de recorrido público y apellidos como Menem y Bussi, pero que están a salvo de la furia presidencial por haber cruzado el Jordán hacia la orilla libertaria.
En la misma senda, para Milei parece haber nichos y nichos en el gasto público. Así, anunció el cierre de organismos como el Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (Inadi) o de la agencia estatal de noticias Telam por considerarlos antros de “corrupción”, “adoctrinamiento político” y “ñoquis” –empleados que cobran salarios, pero no trabajan–, pero preserva regímenes tributarios especiales que le cuestan muchísimo más dinero al Estado argentino, como el de Tierra del Fuego, cuyos capitostes se sospecha que financiaron parte de su campaña presidencial.
La gran pregunta es, a esta altura, hasta cuándo contará Milei con el beneplácito o la tolerancia social. Por ahora, el libertario cuenta con tres ventajas. La primera, que los gobiernos anteriores fueron tan malos –y tan próximos en la memoria social– que puede invocar la “herencia recibida” para justificar muchas decisiones. La segunda, que hoy no hay un referente opositor que ilusione a la sociedad y sirva de contrapeso a su desmesura. Y la tercera, que una mayoría social internalizó que estábamos ante un fin de fiesta y había que sincerar la situación.
Esa tolerancia ciudadana, como hemos visto tantas veces en la Argentina y en todo el mundo, sin embargo, tendrá un límite. Más próximo o más lejano, pero llegará. Ya sea por defectos propios, virtudes ajenas, un infortunio, algún episodio oprobioso o muchas otras causas posibles, pero llegará. Y Milei, al que tanto le gusta compararse con Donald Trump y Jair Bolsonaro, acaso termine por reflejarse mejor en el espejo peruano. Como Pedro Castillo, el libertario se encuentra en minoría en el Congreso y la oposición, unida, podría destituirlo si se le presenta la oportunidad. Y El Loco, que será loco, pero no come vidrio, lo sabe.
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