El pactito feo
El acuerdo incondicional entre Macri, Bullrich y parte del Pro con Milei hizo que muchos decidiéramos reflexionar sobre nuestros límites políticos: ¿hasta dónde podía llevarnos el deseo obsesivo de derrotar al peronismo?
Había una vez un partido político que soñaba con encarnar la modernidad política y económica largamente pospuesta de la Argentina. Un partido urbano, nacido en la ciudad de Buenos Aires, que se ubicaba en el centro del espectro ideológico. Abierto y plural, parecía más centrado en la construcción del futuro que en la perenne discusión sobre el pasado. Visto con ojos españoles, aquel partido era más cercano en términos generacionales a la versión original de Ciudadanos que al viejo PP.
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Había una vez un partido político que soñaba con encarnar la modernidad política y económica largamente pospuesta de la Argentina. Un partido urbano, nacido en la ciudad de Buenos Aires, que se ubicaba en el centro del espectro ideológico. Abierto y plural, parecía más centrado en la construcción del futuro que en la perenne discusión sobre el pasado. Visto con ojos españoles, aquel partido era más cercano en términos generacionales a la versión original de Ciudadanos que al viejo PP.
Había sido fundado por Mauricio Macri en 2003 junto a un pequeño grupo de nuevos y jóvenes cuadros y llegó a su apogeo a finales de 2015, cuando junto al radicalismo y otras fuerzas políticas triunfó en las elecciones nacionales. Bien, aquel partido, conocido como el Pro, dejó de existir durante la noche del lunes 23 de octubre pasado, en la casa del expresidente Macri.
Fue allí que el expresidente recibió al líder ultraderechista Javier Milei y a la jefa derrotada del Pro, Patricia Bullrich. Pasada la medianoche quedó sellado el acuerdo entre los que habían terminado en tercer lugar y el candidato a presidente de La Libertad Avanza. Cuando horas más tarde los periodistas preguntaron qué era exactamente lo que se había pactado por la noche, la respuesta fue curiosa. “No fue un acuerdo”, respondió el dirigente bullrichista Cristian Ritondo, y completó: “Es un apoyo incondicional”.
Sin embargo, la historia del abrazo del Pro a la ultraderecha argentina se había iniciado tiempo antes, después de otra derrota electoral. La de 2019, que implicó la llegada de Alberto Fernández a la presidencia truncando el sueño de la reelección de Macri para un segundo período constitucional. Semanas después de aquel resultado, Patricia Bullrich se convirtió en la presidenta del partido de Macri.
La historia política de Bullrich es muy extensa. Comenzó a principios de los años 70 y tuvo peripecias que justificarían por sí mismas una novela de aventuras. Pasó de la militancia revolucionaria en la violenta izquierda peronista a posiciones marcadamente conservadoras a lo largo de un arco histórico de medio siglo. Su última escala, el Pro, atravesó bajo su liderazgo un giro radical. El partido que había soñado alguna vez representar las aspiraciones de progreso y transformación de la mayoría de los argentinos se transformó a partir de ese momento en un partido de derecha clásico y vetusto. La prioridad pasó a concentrarse de manera obsesiva en un único objetivo vital: la destrucción total y definitiva del kirchnerismo, “lo peor que le pasó al país”, según las palabras de la propia Bullrich.
Poco y nada de aquella voluntad de modernidad quedó en pie. Bajo el nuevo liderazgo el Pro abrazó la causa del orden, la seguridad y la represión de los piquetes callejeros que obstaculizan el tránsito. Desde 2020 fue habitual escucharla elogiar al ascendente Milei. Los seguidores de Bullrich comenzaron entonces a trazar una distinción “moral” entre los militantes y dirigentes del Pro. Por un lado, estaban los “halcones”. Por el otro, las “palomas”. Los primeros sentían que en sus manos estaba la misión de liderar la recuperación de la República y las instituciones frente a las trapisondas y los abusos de su némesis, el kirchnerismo. Las aves rapaces consideraban a sus plumíferos rivales internos como tibios, negociadores, dialoguistas y ajenos al proyecto restaurador que comenzaron a encarnar con entusiasmo.
Esta deriva reaccionaria del Pro tuvo diversas escalas, pero ninguna la representó mejor que la violenta campaña que enfrentó a la halcona Bullrich con el representante de las palomas, Horacio Rodríguez Larreta, el jefe de Gobierno de la capital argentina. Bullrich obtuvo una victoria contundente sobre Rodríguez Larreta en agosto pasado. Convencida de lo inevitable de su triunfo en las presidenciales, el discurso público bullrichista profundizó el viraje ideológico del ya no tan nuevo partido. Rodeada de políticos conservadores, la jefa parecía ir en la dirección de moda. Pero el extravagante Milei con sus gritos y su intolerancia terminó resultando un producto mucho más atractivo y creíble para el mismo segmento del electorado al que Bullrich prometía fuerza y orden.
Muchos de los que que nos incorporamos al Pro desde fuera de la política hace años lo hicimos atraídos por aquella agenda que incorporaba sin culpas ni remordimientos distintas causas progresistas como la defensa de las minorías sexuales, la defensa del ambiente y la despenalización del aborto, entre muchas otras y las combinaba con una crítica al populismo y la necesidad de modernizar la economía. Todo aquello, sazonado con algo de liberalismo a la norteamericana invitaba a soñar con construir una nueva cultura política, más transparente y eficaz en la gestión del Estado.
De pronto, el pacto incondicional, más parecido a una rendición que a un acuerdo político, entre Macri, Bullrich y buena parte del Pro con el pequeño Bolsonaro argentino, hizo que muchos nos sintiéramos atrapados y decidiéramos reflexionar acerca de nuestros límites políticos. ¿Hasta dónde podía llevarnos el deseo obsesivo de derrotar nuevamente al peronismo? ¿Todo vale? Los valores encarnados por Milei y su partido son opuestos a los del Pro. Aquella identidad, que fuera diseñada pacientemente por Marcos Peña, el joven político y estratega que fue hasta 2019 la persona de mayor confianza de Macri, había cambiado de manera violenta.
Al observar la situación desde el mismo lugar de siempre, la alianza con la ultraderecha resulta inadmisible e indefendible. El partido que siempre se consideró alejado de todos los extremos, el que proponía la consigna de “unir a los argentinos” en 2015, se ha convertido en el furgón de cola de la expresión más bizarra de la ola de populismo global inspirada en Trump, Orban, Vox o Meloni, entre otros socios del mismo club.
Sea cual fuere el resultado de las elecciones del 19 de noviembre, el Pro ya habrá dejado de existir. Al menos tal como lo conocimos quienes lo integramos y lo vimos crecer y morir. Cuando se acerque el final del domingo próximo, algunos antiguos compañeros de ruta habrán encontrado su justificaciones para votar por Milei y convertirse en oficialistas de su Gobierno si triunfa. Otros habrán votado por su contrincante Sergio Massa, responsable de haber llevado al país a las puertas de la hiperinflación y al subsuelo a todos los indicadores sociales y económicos del país.
Por último, estaremos los que no habremos votado a ninguno de los dos al introducir un sobre vacío en la urna, indiferentes ante la victoria de uno u otro y sabiendo que estaremos en la vereda de enfrente de cualquiera de los dos. Algunos dicen que se trata de cobardía, traición, tibieza, arrogancia o irresponsabilidad. Pero otros lo llamamos convicciones.
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