El karma argentino
Las elecciones se dirimen entre un señor colérico que habla con su perro, un ministro de Economía que está hundiendo la economía y una exministra que solo demostró su ineficacia y escasísimas luces
En España, este verano, hubo elecciones generales. Millones estaban preocupados: parecía seguro que, de la mano del Partido Popular, llegaría al Gobierno un grupo extremista que niega el cambio climático y la violencia machista, que pretende eliminar la educación sexual y el aborto y el sistema autonómico, que reivindica el franquismo y censura a los que piensan diferente. Reconozcámoslo: por ese miedo, muchos que no se sentían ...
En España, este verano, hubo elecciones generales. Millones estaban preocupados: parecía seguro que, de la mano del Partido Popular, llegaría al Gobierno un grupo extremista que niega el cambio climático y la violencia machista, que pretende eliminar la educación sexual y el aborto y el sistema autonómico, que reivindica el franquismo y censura a los que piensan diferente. Reconozcámoslo: por ese miedo, muchos que no se sentían particularmente atraídos por la alianza gobernante, que quizás en otras circunstancias no la habrían apoyado, decidieron votarla para evitar el abismo.
En Argentina este domingo habrá elecciones generales. Millones están preocupados por la posibilidad de que llegue al Gobierno un señor que no solo niega el cambio climático y la violencia machista, que no solo pretende eliminar el aborto y la educación sexual y reivindicar a los militares genocidas y censurar a los distintos, sino que además quiere acabar con la salud y la educación públicas, permitir el tráfico de armas y de órganos y si acaso de niños y que sigue, para todo eso –dice él–, los consejos de ultratumba de su perro muerto. El señor, por supuesto, no soporta ninguna opinión que no sea la suya –y lo proclama a gritos porque tiene, dice, “la superioridad moral”. El señor asusta. El problema, en la Argentina actual, es que muchos de esos millones que lo temen no le encuentran ninguna alternativa: no saben cómo votar para que no gane. Así, el clima en estos días: la confusión, el miedo, la desesperanza.
Todo se juega entre tres candidatos. El señor desquiciado, Javier Gerardo Milei, nació en Buenos Aires en 1970, hijo del dueño de un par de autobuses y un ama de casa, en el barrio entonces modesto de Palermo. Era tímido, le costaba enganchar con los demás. Fue a un colegio de curas, quiso ser futbolista y fracasó enseguida, tocó la batería con unos amigos que hacían covers de los Rolling Stones y también fracasó, estudió economía en una universidad de segunda o tercera. Se hizo un oficio, trabajó como operador financiero de uno de los hombres más ricos del país, Eduardo Eurnekián, dueño de docenas de aeropuertos y tantas cosas más. Eurnekián fue, dicen, quien lo sostuvo durante años. Primero, cuando asesoraba a candidatos peronistas y encomiaba a Obama. Y después, cuando empezó a hacerse conocido por sus gritos e insultos en los medios, sobre todo contra el Estado y sus políticos, que –tiembla Podemos– llamaba “la casta”. En 2021 se presentó para diputado y consiguió el banquito.
Desde entonces no paró de medrar: millones de personas que querrían romper todo apoyaron a este señor que se pasea con una motosierra –copiada de Rand Paul, un ultraderechista norteamericano– para mostrar que está dispuesto a romper todo. Esas personas no piensan –no creen– que lo que rompa puede romperles sus sustentos tan frágiles, pero es tan probable. En un pase de mucha magia, el señor consiguió ocupar el lugar de lo nuevo: la vieja ley de la selva se presenta como una novedad porque su orador tiene los pelos revueltos, grita y desprecia a todos los demás: “¡Tiemblen, zurdos hijos de puta!”, es una de sus consignas habituales. (Y dentro de esos “comunistas” incluye al papa Bergoglio, que esta semana, en un gesto inusual, dio una entrevista a la agencia de prensa estatal argentina para contestarle).
Con esas delicadezas el señor Milei consiguió responder a la urgente necesidad de algo distinto: todos los otros lo hicieron tan mal que “un 1% de posibilidades de cambio es más que lo que ya tenemos”, dicen sus votantes, y que “por lo menos no son los mismos de siempre” y que vale la pena probar. Son, en proporción, muchos más entre los hombres jóvenes de clase media y baja. Representan, entre otras cosas, el desespero de quien no encuentra su lugar ni su futuro –y este momento en que el antiprogresismo se vuelve antifeminista o viceversa.
Milei –conservador, machista– consiguió entusiasmarlos. Su política es la antipolítica, que es uno de los refugios más socorridos de los políticos, y ha ido formando su partido con “heridos” de otras formaciones. Cuando alguno de ellos compite en sus elecciones locales casi no saca votos; cuando Milei se presenta en sus distritos para las nacionales lo votan más y más –así que ahora tiene chances de ganar la presidencia. Es él: su movimiento es él, y él –siempre agresivo, paranoico– no parece en condiciones de gobernar nada.
Para conseguirlo tendría que derrotar a sus dos adversarios. El más cercano es Sergio Tomás Massa, que nació en un suburbio de Buenos Aires en 1972, hijo de un pequeño empresario de la construcción y un ama de casa, los dos bien italianos. Fue a un colegio de curas y después empezó a estudiar derecho y militar en la derecha. Allí se destacó: era solvente, astuto, sabía hablar y sonreír al mismo tiempo, y a sus 22 años ya presidía la Juventud Liberal. Pero poco después se casó con la hija de un dirigente peronista y se hizo ídem: en el Gobierno de Carlos Menem, peronista neoliberal, aunó sus dos tendencias y consiguió sus primeros cargos públicos –y nunca, desde entonces, los dejó. En eso fue coherente; para eso tuvo que ser muy incoherente: cambio tras cambio, elección tras elección, defección tras defección, siempre conservó algún tipo de poder. En 2007 se hizo intendente/alcalde/regidor de la ciudad de su señora, Tigre –que es el nombre de la ciudad, no de la señora. En 2008 ya era Jefe de Gabinete de Cristina Fernández y lanzaba arengas kirchneristas; en 2015 se presentó contra ella en unas elecciones –y denunciaba su corrupción intolerable–; en 2019 integró el Gobierno de la misma Cristina y en agosto de 2022, por su orden, lo ungieron ministro de Finanzas de un Gobierno y una economía en vías de naufragio.
Los que podrían votarlo para evitar la Gran Amenaza tendrían que dejar de lado su fracaso: en sus 14 meses de gobierno económico la inflación roza el 140%, la pobreza el 41% y el dólar, Señor de la Argentina, pasó de costar 290 pesos a 1.000 –con la inestimable colaboración del licenciado Milei, que hace unos días salió a recomendar la compra de dólares porque “el peso es la moneda emitida por el político argentino y por eso vale menos que el excremento”. Aun así, no es fácil resignarse a mantener en el poder a quien ya lo tuvo más de un año con esos resultados espantosos: ¿qué podría hacer después que no hubiera podido hacer antes? Tampoco es fácil olvidar la nula fiabillidad de un señor que ha cambiado de ideas, partidos y políticas como de calzoncillos –boxers, probablemente.
La otra mutante es Patricia Bullrich Luro Pueyrredón, que nació en Buenos Aires en 1956, hija de un cardiólogo y una señora bien. A diferencia de sus adversarios, productos de la añorada clase media, la señora Bullrich forma parte de la “oligarquía porteña”: su ancestro Juan Martín de Pueyrredón gobernó el país entre 1816 y 1819, cuando ni siquiera se llamaba Argentina, y desde entonces. Bullrich fue a un colegio para niñas ricas pero a sus 17, influida por su hermana mayor, entró en la Juventud Peronista –que apoyaba a los Montoneros. En 1975 la detuvieron pintando consignas en una pared y se pasó seis meses presa; tras el golpe de 1976 se exilió en Brasil. A su vuelta, en 1983, siguió en el peronismo y en 1993 fue elegida diputada; siete años después era ministra de Trabajo del Gobierno antiperonista tan fracasado de Fernando de la Rúa. A mediados de los 2000 ya era un póster de la derecha; en 2015 el presidente Macri la nombró su ministra de Seguridad –y desde entonces se especializó. Ahora se ha bukelizado: pone cara de guerra, habla mucho de delincuentes y de cárceles, promete construir más y hacerlas más brutales. Se ha situado tan a la derecha que, para muchos, resulta difícil votarla para evitar a la Amenaza Desquiciada.
Y, además, Bullrich comparte con Massa el peso del pasado: se presenta como adalid de la lucha contra la delincuencia pero ya fue ministra del tema y produjo más excesos policiales y muertes dudosas que soluciones eficaces. Ahora quiere recuperar ese perfil de mujer dura, dispuesta a todo pero dentro de un orden; lo que no consiguió fue convencer a nadie de que es articulada, inteligente. Sus tiradas económicas, en un país hundido por su economía, son balbuceos penosos. El resto son solo balbuceos.
Así que los argentinos lo tenemos jodido: un tercio quiere que gane el Señor de los Pelos y es un golpe para todos los demás, los que no entendemos cómo pueden querer eso, los que creemos que si lo quieren es porque no se han parado a escucharlo y pensarlo, los que sabemos que la situación es desesperante y amenazadora pero que no se arreglará con desesperación y brutas amenazas. Milei lleva meses jugando a cuanto peor mejor, celebrando cada aumento de precios como un triunfo personal. Sabe que mucha gente lo votará bajo el lema de que “peor no podemos estar”. Su problema es que muchos se van dando cuenta de que sí podemos: peor, mucho peor.
Pero esos dos tercios que le tememos como al hambre no sabemos qué hacer, a quién votar, cómo oponernos a ese destino. Es otra gran diferencia con España o Francia: no tenemos un Sánchez o un Macron, un mal menor para evitar que los peores se queden con todo. La disyuntiva es dura: ¿votar a un malo conocido –y tan conocido– será la forma de evitar a un pésimo por conocer? Pocos están realmente convencidos. Muchos, se supone, ni siquiera irán a votar –en un país donde el voto es obligatorio.
Según todos los cálculos –sí, esos que siempre se equivocan–, este domingo el señor Milei conseguirá una mayoría de votos pero no los suficientes para ganar sin segunda vuelta. Su rival en ella es una incógnita, aunque muchas de esas conjeturas apuestan por Massa. Allí empezará otra historia: ¿cuánto miedo al desastre producirá Milei? ¿Suficiente para que millones voten a un ministro catastrófico? Muy jodido tiene que estar un país para buscar su salvación en los que lo han hundido; muy jodido para buscarla en un perfecto desquiciado.
Síntesis, por si acaso: las elecciones del domingo se dirimen entre un señor colérico que habla con su perro, un ministro de Economía que está hundiendo la economía y una exministra que solo demostró su ineficacia y escasísimas luces. Este es el karma argentino, y es difícil ver algún futuro alentador. Hay quienes dicen que, si acaso, un Gobierno de Milei podría ser tan desastroso que quizá fuera la “mejor” opción: que llevaría al país a tal desastre que no habría más remedio que barajar y dar de nuevo en serio –mientras que los otros dos solo parecen capaces de continuar la antigua, constante, interminable caída hacia ninguna parte. El problema es que ese desastre mileísta pondría en riesgo las vidas de miles, de millones. Habría hambre, privaciones, luchas, la calle se incendiaría y Milei ya ha insinuado que podría sacar al ejército para sofocarla.
El karma argentino en todo su esplendor: cualquier resultado de este domingo será el castigo por estas décadas de errores, de engaños, de traiciones. Milei lo es, los otros dos lo son. Millones de personas se preguntan cuál será el más leve, y no parece que encuentren, por el momento, una respuesta. Menos aún, se diría, una esperanza.
A veces hay frases demasiado citadas que, de pronto, parecen encontrar la situación para la que fueron acuñadas. Antonio Gramsci, muerto tras muchos años de prisión fascista en 1937, a sus 46, escribió que “el viejo mundo está muriendo y el nuevo tarda en llegar. En este claroscuro nacen los monstruos”.
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