Trump resucita a Juan Orlando Hernández, el candidato omnipresente en Honduras
A JOH lo devolvieron a la vida política sin que nadie lo pidiera, convertido en un símbolo manipulado desde fuera. Su retorno habla de nuestra fragilidad institucional y de cuán fácil es usar a Honduras como pieza menor en una disputa donde el papel de la ciudadanía sigue siendo tratado como secundario
Honduras llegó a las urnas sumida en la desconfianza institucional y una polarización que anticipaba una elección sin paz. Unos días antes, lo que terminó de fracturar al país llegó desde Washington, cuando la injerencia del presidente de Estados Unidos volvió a colocar en el centro de la co...
Honduras llegó a las urnas sumida en la desconfianza institucional y una polarización que anticipaba una elección sin paz. Unos días antes, lo que terminó de fracturar al país llegó desde Washington, cuando la injerencia del presidente de Estados Unidos volvió a colocar en el centro de la contienda a un personaje que muchos hondureños creían ya relegado a un capítulo cerrado, a un pequeño triunfo de justicia conseguido fuera de nuestras fronteras: Juan Orlando Hernández, conocido como JOH, el expresidente condenado por narcotráfico y recién indultado por Donald Trump.
En 2021, la ciudadanía acudió masivamente a votar para expulsar a JOH, y lo que en ese momento representaba: el Partido Nacional, tras un segundo mandato obtenido mediante una reelección inconstitucional y rodeado de acusaciones de corrupción, fraude electoral y narcotráfico. Cuatro años después, en 2025, los hondureños volvieron a votar, aunque con menor entusiasmo, conscientes de que esta vez la elección no se juega únicamente dentro del país. La decisión del electorado, más que un ejercicio soberano, parece haberse convertido en un arma que ciertos actores externos utilizan según sus propios intereses.
¿Qué gana Donald Trump indultando a JOH un día después de la elección? ¿Qué obtiene al respaldar abiertamente a un candidato hondureño y demonizar a los otros dos? ¿Qué busca al reintroducir en el imaginario político a un personaje que marcó la imagen internacional de Honduras como un narcoestado?
Lo preocupante es que, al devolverlo al centro de la conversación, Trump no solo opinó sobre la elección hondureña: intervino directamente en ella. Convirtió a JOH —un expresidente condenado en Estados Unidos— en una pieza útil dentro de su propio tablero político. Para Honduras, su sombra vuelve a ser una presencia incómoda y omnipresente, capaz de reabrir heridas que muchos creían cicatrizadas.
Quiero hacer varios apuntes al respecto. El primero tiene que ver con el cambio en el sentimiento hacia Hernández. El rechazo frontal de 2021 se fue diluyendo y, en algunos sectores, incluso se transformó en compasión. El Gobierno de Xiomara Castro contribuyó a ello al insistir en que sus fallas e ineficiencias eran consecuencia directa de la narco-dictadura que JOH dejó atrás. Pero esa narrativa comenzó a resquebrajarse cuando se filtraron videos en los que el secretario del Congreso —y cuñado de la presidenta— Carlos Zelaya, junto al alcalde de Tocoa, Adán Fúnez, aparecían negociando dinero con narcotraficantes para la campaña del Partido Libre en 2013. A esto se sumó una retórica cada vez más violenta por parte de este partido, que terminó colocándose discursivamente al lado de regímenes como los de Ortega-Murillo, en Nicaragua, y Maduro, en Venezuela.
Con ese episodio, el partido que se declaraba limpio pasó a engrosar la lista de fuerzas políticas conectadas con el crimen organizado. El discurso que atribuía todos los males al Gobierno anterior empezó a sonar a excusa… y a hipocresía. A ello se sumó la maquinaria mediática y ciertos analistas que mantuvieron a la familia Hernández en la agenda pública, presentándola como un clan devoto que oraba por la liberación del expresidente. Se habló más de su religiosidad que de cómo gobernó un país donde su propio hermano, el diputado Antonio Hernández y varios correligionarios —como los alcaldes Alexander Ardón o Arnaldo Urbina— estaban implicados en narcotráfico.
El segundo punto es que Hernández dejó un amplio historial de arbitrariedades. Para mucha gente, el narcoestado es apenas una parte del problema: tan grave como eso fueron la corrupción institucionalizada, el control absoluto del aparato estatal sin contrapesos, la reelección inconstitucional y la represión militar que dejó víctimas en las calles. Su legado autoritario pesa tanto como las acusaciones por drogas, y esas heridas siguen abiertas porque nunca hubo un mecanismo real de justicia.
La tercera cuestión, quizá la más estratégica en términos geopolíticos, es que su caso es extraordinariamente manipulable. Para Donald Trump, el indulto a JOH es una herramienta perfecta: un ejemplo más de lo que él presenta como parcialidad del Departamento de Justicia. En su discurso, los demócratas habrían utilizado la justicia contra Hernández, del mismo modo en que —según él— la han usado contra su persona y su entorno. Así, Honduras se convierte en munición para un argumento que no es hondureño sino estadounidense. A esto, se suma que su figura se vuelve útil para inversionistas extranjeros que chocaron con la resistencia de comunidades vulnerables y con la postura del gobierno de Xiomara Castro para avanzar en proyectos que erosionan la soberanía territorial, como las Zonas de Empleo y Desarrollo Económico (ZEDE), en particular Próspera. La reciente participación de Carlos Trujillo —exembajador de EE UU y registrado como cabildero de Próspera— como “analista” en una sesión del Subcomité de Asuntos Hemisféricos, liderado por la congresista republicana María Elvira Salazar, es una muestra explícita de cómo las agendas privadas y políticas convergen alrededor del caso JOH.
No podemos olvidar, además, que Trump y JOH fueron aliados, mantuvieron una relación cercana, alimentada por poderosos lobistas vinculados a iglesias evangélicas en Estados Unidos que promovieron agendas fundamentalistas en Honduras que incluyeron desde el traslado de la embajada de Israel a Jerusalén hasta la incorporación de círculos de lectura bíblica en el Congreso Nacional entre 2017 y 2021, tiempo en que ambos eran presidentes. Ese entramado político-religioso convirtió a JOH en un interlocutor útil para grupos de poder estadounidenses. Incluso durante la pandemia, Trump lo elogió públicamente, admirado por las “decisiones valientes” del hondureño, pese a que implicaban el uso de tratamientos médicos no aprobados por la FDA para el manejo del covid en el sistema público de salud.
Todos estos puntos no logran cerrar la herida que abrió Trump al irrumpir en la decisión soberana de la ciudadanía de elegir a sus autoridades; al contrario, el resultado es un país que vuelve a discutir a Juan Orlando Hernández, no porque lo necesite, sino porque otros han decidido que su nombre les sirve para sus fines. A JOH lo devolvieron a la vida política sin que nadie en Honduras lo pidiera, convertido en un símbolo manipulado desde fuera. Su retorno no habla de él: habla de nuestra fragilidad institucional y de cuán fácil es usar a Honduras como pieza menor en una disputa donde el papel de la ciudadanía sigue siendo tratado como secundario.